20 d’ag. 2010
26 de juny 2010
Ua entrevista en la web de El Cultural
“El éxito de Maletas perdidas debe mucho al entusiasmo de los libreros”
El escritor de Manlleu, Jordi Puntí, tiene a sus cristóbales revolucionados: cuatro hermanos separados y reencontrados a la búsqueda de un padre perdido que protagonizan Maletas perdidas (Empúries/Salamandra). La novela que revolucionó el último Sant Jordi acaba de alzarse con el premio Llibreter que otorgan los libreros catalanes a obra ya publicada en la categoría, nueva este año, de Literatura catalana. Los otros galardones han destacado a la norteamericana Elizabeth Strout, por Olive Kitteridge (Edicions de 1984/El Aleph), y al taiwanés Jimmy Liao por el álbum ilustrado La noche estrellada (Barbara Fiore Editora). El cuentista Puntí desea que el éxito de su paso a la novela tenga que ver con la implicación completa del lector en la peripecia de los cristóbales.
P.- Premio de los libreros y a obra publicada. Menudo honor, ¿no? ¿Andan los cristóbales contentos?
R.- Bueno, los cristóbales están que se salen y no paran de dar las gracias en sus lenguas. Gràcies! Merci! Danke! Thank you! Los libreros tienen un privilegio que es a su vez una responsabilidad: la de ser el primer lector de un libro. Por ellos, pues, pasan las primeras reacciones. El hecho que los libreros catalanes decidan recomendar Maletas perdidas es todo un honor. De alguna forma, es como si me traspasaran el privilegio.
P.- El premio Llibreter se concede para dar a “conocer a los lectores una obra que pese a su calidad literaria está pasando desapercibida”. No es exactamente su caso, ¿no? Las Maletas van como un tiro...
R.- Los miembros del jurado aclararon este detalle en la entrega del premio. Es cierto que Maletes perdudes no está pasando desapercibida, pero en la primera reunión del jurado -antes de Sant Jordi- ya se notó un cierto consenso. Yo me digo que si tuvo éxito por Sant Jordi fue gracias a la complicidad y el entusiasmo de los propios libreros, que la recomendaron mucho, y luego al boca-oreja (y no el boca a boca). En cierta forma, pues, es como si los efectos del premio se notaran antes del mismo.
P.- Y es la primera vez que se otorga bajo la modalidad de Literatura catalana. Eche piedras contra su propio tejado y de paso recomiéndenos: ¿a qué otros títulos catalanes recientes hubiera reconocido?
R.- Es complicado, porque el nivel es alto y seguro que me dejo a alguien. Pero si tomamos, por ejemplo, los libros que han aparecido este 2010, yo recomendaría La casa de gel, de Joan Pons; No hi ha terceres persones, cuentos de Empar Moliner, o la novela Bulevard dels francesos, de Ferran Torrent o el ensayo de Matthew Tree, Negre de merda.
P.- Ahora que, dicen, renace el cuento como género, un cuentista como Jordi Puntí triunfa con su primera novela. ¿Qué ocurrió?
R.- No estoy comprometido con ningún género. De hecho, pienso que cada historia tiene su forma ideal —ya sea cuento o novela— y hay que encontrar la mejor manera de contarla. De todos modos, tengo que admitir que los últimos cuentos que escribí en Animales tristes se alargaban peligrosamente, me costaba controlarlos, y creo que en algún caso ya se acercaban a la novela breve.
P.- Maletas perdidas cuenta una historia de aventuras, de búsqueda de identidad y conocimiento. “Una novela de caballerías”, la definió. ¿La han tomado así los lectores? ¿Qué sabe de su recepción?
R.- Creo que en algunos casos sí la han tomado como una novela de aventuras. La intención es que la novela tenga distintos niveles de lectura: el puro entretenimiento, pero también la reflexión. Cada lector se hace suyas las historias y decide cuales son las que le gustan más. En cuanto a la recepción, lo que más me gusta es cuando algún lector me dice: “Me habría gustado que no terminara nunca”, o también que se sentía muy cercano a los personajes. Me gusta la idea de que el lector se convierta en un cristóbal más, en uno de los hermanos que quiere saber más cosas de su padre. De aquí el narrador en plural: cuando lees nosotros, formas parte del grupo, del club de los cristóbales.
P.- Le veo muy activo en facebook con su perfil de Maletes perdudes. ¿Promoción o diversión?
R.- Bueno, no soy yo quien está en Facebook, sino los cristóbales. La cosa empezó como un medio de promoción, pero se ha vuelto una diversión. Cuando Francia quedó eliminada del Mundial, por ejemplo, Christophe escribió que su selección era una panda de impostores. Cada uno dice lo que le da la gana y además señalan películas, canciones u otros cristóbales que tengan que ver con Maletas perdidas. Es divertido, sí..
P.- Premio de los libreros y a obra publicada. Menudo honor, ¿no? ¿Andan los cristóbales contentos?
R.- Bueno, los cristóbales están que se salen y no paran de dar las gracias en sus lenguas. Gràcies! Merci! Danke! Thank you! Los libreros tienen un privilegio que es a su vez una responsabilidad: la de ser el primer lector de un libro. Por ellos, pues, pasan las primeras reacciones. El hecho que los libreros catalanes decidan recomendar Maletas perdidas es todo un honor. De alguna forma, es como si me traspasaran el privilegio.
P.- El premio Llibreter se concede para dar a “conocer a los lectores una obra que pese a su calidad literaria está pasando desapercibida”. No es exactamente su caso, ¿no? Las Maletas van como un tiro...
R.- Los miembros del jurado aclararon este detalle en la entrega del premio. Es cierto que Maletes perdudes no está pasando desapercibida, pero en la primera reunión del jurado -antes de Sant Jordi- ya se notó un cierto consenso. Yo me digo que si tuvo éxito por Sant Jordi fue gracias a la complicidad y el entusiasmo de los propios libreros, que la recomendaron mucho, y luego al boca-oreja (y no el boca a boca). En cierta forma, pues, es como si los efectos del premio se notaran antes del mismo.
P.- Y es la primera vez que se otorga bajo la modalidad de Literatura catalana. Eche piedras contra su propio tejado y de paso recomiéndenos: ¿a qué otros títulos catalanes recientes hubiera reconocido?
R.- Es complicado, porque el nivel es alto y seguro que me dejo a alguien. Pero si tomamos, por ejemplo, los libros que han aparecido este 2010, yo recomendaría La casa de gel, de Joan Pons; No hi ha terceres persones, cuentos de Empar Moliner, o la novela Bulevard dels francesos, de Ferran Torrent o el ensayo de Matthew Tree, Negre de merda.
P.- Ahora que, dicen, renace el cuento como género, un cuentista como Jordi Puntí triunfa con su primera novela. ¿Qué ocurrió?
R.- No estoy comprometido con ningún género. De hecho, pienso que cada historia tiene su forma ideal —ya sea cuento o novela— y hay que encontrar la mejor manera de contarla. De todos modos, tengo que admitir que los últimos cuentos que escribí en Animales tristes se alargaban peligrosamente, me costaba controlarlos, y creo que en algún caso ya se acercaban a la novela breve.
P.- Maletas perdidas cuenta una historia de aventuras, de búsqueda de identidad y conocimiento. “Una novela de caballerías”, la definió. ¿La han tomado así los lectores? ¿Qué sabe de su recepción?
R.- Creo que en algunos casos sí la han tomado como una novela de aventuras. La intención es que la novela tenga distintos niveles de lectura: el puro entretenimiento, pero también la reflexión. Cada lector se hace suyas las historias y decide cuales son las que le gustan más. En cuanto a la recepción, lo que más me gusta es cuando algún lector me dice: “Me habría gustado que no terminara nunca”, o también que se sentía muy cercano a los personajes. Me gusta la idea de que el lector se convierta en un cristóbal más, en uno de los hermanos que quiere saber más cosas de su padre. De aquí el narrador en plural: cuando lees nosotros, formas parte del grupo, del club de los cristóbales.
P.- Le veo muy activo en facebook con su perfil de Maletes perdudes. ¿Promoción o diversión?
R.- Bueno, no soy yo quien está en Facebook, sino los cristóbales. La cosa empezó como un medio de promoción, pero se ha vuelto una diversión. Cuando Francia quedó eliminada del Mundial, por ejemplo, Christophe escribió que su selección era una panda de impostores. Cada uno dice lo que le da la gana y además señalan películas, canciones u otros cristóbales que tengan que ver con Maletas perdidas. Es divertido, sí..
© Daniel Arjona, El Cultural. Edición digital.
Una entrevista en ‘La Vanguardia’
“Mi novela refleja una realidad transnacional”
El mejor elogio que el autor ha recibido de su libro, dice, es la frase “no quería que se acabara”. Maletes perdudes (Empúries) fue la obra galardonada con el X Premi Llibreter en su nueva categoría de Literatura Catalana. En palabras del jurado, “una decisión unánime y un reconocimiento merecido” a la primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967), una mezcla de humor y tragedia “que con el tiempo ha tomado vida propia”. En ella el autor narra la búsqueda de un mismo padre, Gabriel Delacruz, por parte de cuatro hijos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol) de madres diferentes a los que abandonó cuando eran pequeños.
-¿Qué virtud tiene este premio que no tengan otros?
-Que te lo den los libreros comporta algo que para mi es esencial: el reconocimiento de la profesión y el respeto a la figura del librero como primer lector. Una condición que para ellos es un privilegio y una responsabilidad. Cuando son ellos quienes te aplauden es de agradecer, claro.
-¿Usted tiene librero de cabecera?
-Tengo varios. Uno de ellos es internet ¿eh? pero como viajo mucho tengo uno en cada lado: en Barcelona varios, en Manlleu otro, en Vic otro. Además soy curioso y acabo apareciendo en tres librerías el mismo día, tienen los mismos libros, lo sé, pero siempre acabo encontrando algo distinto.
-¿Se puede vivir de escribir?
-De escribir, sí, pero si cuentas todas las posibilidades: escribir artículos, cuentos, reportajes y libros. A menudo echo en falta que las revistas encarguen más artículos a escritores. Para muchos es un modus vivendi importante, y entre nosotros no abunda.
-De sus tres facetas: traductor, periodista y escritor ¿cuál le ha hecho más feliz?
-La de escritor, sin duda. Es la más personal pero también te dejas más la piel, te la juegas...
-Maletes perdudes tiene un argumento muy contemporáneo: hijos de diversos orígenes... ¿eso ha aumentado su público potencial?
-Yo espero que sí. No es intencionado, nunca pensé “así llegarás a más gente”, sencillamente quise reflejar una realidad. Una realidad incluso transnacional —siguiendo la idea del camión de transporte— una realidad que afecta a mucha gente.
-¿A qué idiomas se ha traducido?
-Ahora se está traduciendo al francés y al alemán, al portugués, al holandés... Estamos notando que hay una muy buena recepción. Está cristalizando la idea a la que yo quería llegar: que es una novela europea.
-¿Qué tipo de e-mails le envían sus admiradores?
-¡Extraordinarios! Un amigo me envió incluso una foto de un camionero, en una área de servicio, leyendo mi libro. Otra revista de camioneros quieren hacerme una entrevista... Y el otro día me ocurrió una cosa excepcional: una chica me dijo que había asistido a una cena de amigos donde todos los comensales empezaron a hablar a la vez. Una de ellas les interrumpió diciendo “¡hostia! ¡ya parecemos los Christophers!”.
-Un guiño que usted debe agradecer.
-Claro, porque no sólo significa que todos han leído el libro sino que, además, entienden la red de complicidades que teje.
-¿Qué futuro le espera a la literatura en catalán?
-Yo creo que el que queramos. Para entendernos: los textos existirán. El futuro será el que los políticos, libreros y lectores quieran. Si desean que continúe lo hará, porque de ganas de explicar historias y gente que quiere hacerlo tenemos. Y pienso que la calidad es muy alta. Cómo se vaya a resolver depende de una solución política.
-Usted cursó Filología Románica, que a ojos de muchos universitarios de hoy es una auténtica rareza.
-Sí, sí, realmente es inusual. Yo estudié Filología Románica Medieval porque era la vía que te daba más posibilidades de escoger otras optativas. Al mismo tiempo podía hacer “literatura catalana contemporánea” o “francesa del siglo XVIII”. Me atraía la idea de hacer cosas distintas y mantener la perspectiva europea.
-En su sector, ¿qué encuentra más: competencia o complicidad?
-Eso es muy puñetero: cincuenta por ciento de cada cosa. Yo creo que el escritor está solo. Cuando presentas un libro no hay nada que valga, tienes un libro y ahí vas... tu puedes tener mil complicidades con otros escritores pero el texto es el que manda. Pero si salimos estrictamente de la “corona de escritores” entonces sí encuentras muchas complicidades: libreros, lectores, mercado...
-¿Y en el núcleo duro?
-Allí encuentras muchas complicidades que debes buscar inevitablemente,para nos sentirte solo, pero también mucha competitividad, para qué negarlo.
-¿En qué anda metido ahora?
-Estoy recopilando una serie de artículos de la serie “Els castellans” que hice para L’Avenç.
-¿Alguna pista del próximo libro?
-Sólo una: será una biografía novelada pero aún no puedo decir de quién es.
© Núria Escur, La Vanguardia, 23 de junio del 2010.
El mejor elogio que el autor ha recibido de su libro, dice, es la frase “no quería que se acabara”. Maletes perdudes (Empúries) fue la obra galardonada con el X Premi Llibreter en su nueva categoría de Literatura Catalana. En palabras del jurado, “una decisión unánime y un reconocimiento merecido” a la primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967), una mezcla de humor y tragedia “que con el tiempo ha tomado vida propia”. En ella el autor narra la búsqueda de un mismo padre, Gabriel Delacruz, por parte de cuatro hijos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol) de madres diferentes a los que abandonó cuando eran pequeños.
-¿Qué virtud tiene este premio que no tengan otros?
-Que te lo den los libreros comporta algo que para mi es esencial: el reconocimiento de la profesión y el respeto a la figura del librero como primer lector. Una condición que para ellos es un privilegio y una responsabilidad. Cuando son ellos quienes te aplauden es de agradecer, claro.
-¿Usted tiene librero de cabecera?
-Tengo varios. Uno de ellos es internet ¿eh? pero como viajo mucho tengo uno en cada lado: en Barcelona varios, en Manlleu otro, en Vic otro. Además soy curioso y acabo apareciendo en tres librerías el mismo día, tienen los mismos libros, lo sé, pero siempre acabo encontrando algo distinto.
-¿Se puede vivir de escribir?
-De escribir, sí, pero si cuentas todas las posibilidades: escribir artículos, cuentos, reportajes y libros. A menudo echo en falta que las revistas encarguen más artículos a escritores. Para muchos es un modus vivendi importante, y entre nosotros no abunda.
-De sus tres facetas: traductor, periodista y escritor ¿cuál le ha hecho más feliz?
-La de escritor, sin duda. Es la más personal pero también te dejas más la piel, te la juegas...
-Maletes perdudes tiene un argumento muy contemporáneo: hijos de diversos orígenes... ¿eso ha aumentado su público potencial?
-Yo espero que sí. No es intencionado, nunca pensé “así llegarás a más gente”, sencillamente quise reflejar una realidad. Una realidad incluso transnacional —siguiendo la idea del camión de transporte— una realidad que afecta a mucha gente.
-¿A qué idiomas se ha traducido?
-Ahora se está traduciendo al francés y al alemán, al portugués, al holandés... Estamos notando que hay una muy buena recepción. Está cristalizando la idea a la que yo quería llegar: que es una novela europea.
-¿Qué tipo de e-mails le envían sus admiradores?
-¡Extraordinarios! Un amigo me envió incluso una foto de un camionero, en una área de servicio, leyendo mi libro. Otra revista de camioneros quieren hacerme una entrevista... Y el otro día me ocurrió una cosa excepcional: una chica me dijo que había asistido a una cena de amigos donde todos los comensales empezaron a hablar a la vez. Una de ellas les interrumpió diciendo “¡hostia! ¡ya parecemos los Christophers!”.
-Un guiño que usted debe agradecer.
-Claro, porque no sólo significa que todos han leído el libro sino que, además, entienden la red de complicidades que teje.
-¿Qué futuro le espera a la literatura en catalán?
-Yo creo que el que queramos. Para entendernos: los textos existirán. El futuro será el que los políticos, libreros y lectores quieran. Si desean que continúe lo hará, porque de ganas de explicar historias y gente que quiere hacerlo tenemos. Y pienso que la calidad es muy alta. Cómo se vaya a resolver depende de una solución política.
-Usted cursó Filología Románica, que a ojos de muchos universitarios de hoy es una auténtica rareza.
-Sí, sí, realmente es inusual. Yo estudié Filología Románica Medieval porque era la vía que te daba más posibilidades de escoger otras optativas. Al mismo tiempo podía hacer “literatura catalana contemporánea” o “francesa del siglo XVIII”. Me atraía la idea de hacer cosas distintas y mantener la perspectiva europea.
-En su sector, ¿qué encuentra más: competencia o complicidad?
-Eso es muy puñetero: cincuenta por ciento de cada cosa. Yo creo que el escritor está solo. Cuando presentas un libro no hay nada que valga, tienes un libro y ahí vas... tu puedes tener mil complicidades con otros escritores pero el texto es el que manda. Pero si salimos estrictamente de la “corona de escritores” entonces sí encuentras muchas complicidades: libreros, lectores, mercado...
-¿Y en el núcleo duro?
-Allí encuentras muchas complicidades que debes buscar inevitablemente,para nos sentirte solo, pero también mucha competitividad, para qué negarlo.
-¿En qué anda metido ahora?
-Estoy recopilando una serie de artículos de la serie “Els castellans” que hice para L’Avenç.
-¿Alguna pista del próximo libro?
-Sólo una: será una biografía novelada pero aún no puedo decir de quién es.
© Núria Escur, La Vanguardia, 23 de junio del 2010.
25 de juny 2010
Con Elizabeth Strout
El libro de relatos Olive Kitteridge (El Aleph), de la escritora norteamericana Elizabeth Strout, mereció hace unos días el premio Llibreter 2010 en la categoría de literatura extranjera. Dos semanas antes, Jordi Puntí había coincidido con Elizabeth Strout en el Festival de Narrativa de Zagreb, en Croacia. Esta foto, tomada durante una recepción en el ayuntamiento de Rijeka, es del día en que les comunicaron a ambos que habían ganado el premio.
© de la foto, Martina Kenji.
24 de juny 2010
22 de juny 2010
¡El Premio Llibreter!
Ayer el Gremi de Llibreters de Cataluña hizo público el veredicto segúne el cual Maletas perdidas, de Jordi Puntí, se ha hecho con el premio Llibreter 2010, en la categoria de Literatura Catalana.
He aquí un momento de la rueda de prensa.
He aquí un momento de la rueda de prensa.
15 de maig 2010
Entrevista en ‘A vivir que son dos días’
La periodista Montserrat Domínguez, junto con Óscar López y Manu Berástegui, entrevistaron a Jordi Puntí en el programa A vivir que son dos días, de la Cadena SER. La emisión tuvo lugar el sábado 15 de mayo desde la fábrica SEAT de Martorell, que estos días conmemora sus 60 años de vida.
Aquí va la entrevista...
Aquí va la entrevista...
11 de maig 2010
Entrevista en ‘Página 2’
Para conmemorar que la tercera edición en catalán -Maletes perdudes- ja ha llegado a las librerías, he aquí la entrevista que Óscar López le hizo a Jordi Puntí para el programa Página 2, de La 2 de TVE.
La entrevista empieza en el minuto 5, pero todo el programa está muy bien:
Página 2
La entrevista empieza en el minuto 5, pero todo el programa está muy bien:
Página 2
5 de maig 2010
Una reseña en ‘El ojo crítico’, por Pedro Galiano
De cómo construir a partir de lo insólito una historia creíble, de urdir una novela casi experimental en cuanto a profundidad de intenciones sin perderse en la vacuidad displicente para con el lector gracias a un aspecto formal comprensible y un lenguaje cercano, de dibujar sonrisas y enternecer sin aspavientos, de cómo entretener, de todo eso va “Maletas Perdidas”, una suerte de “road movie” escrita donde los coches descapotables y motos de alta cilindrada son sustituidas por un Pegaso haciendo mudanzas por media Europa conducido por tres curritos ajenos al contraste entre los tonos sepia del tardofranquismo y los colores vivos de la contracultura que espoleaba a la sociedad occidental fuera de nuestras fronteras. Un choque que el lector debe colegir a través de la rutina de los singulares empleados de La Ibérica S.A., por otro lado carentes de cualquier inquietud ideológica o intelectual que no sea la de vivir el día a día. De hecho, en algún momento Puntí parece sugerir que las revoluciones culturales y estéticas necesitan espaldas cubiertas y asignaciones paternas.
El protagonista, Gabriel Delacruz, es un joven desarraigado que no se hace preguntas, un escapista en una constante huída hacia adelante cuya consecuencia es una rocambolesca situación familiar: cuatro hijos de diferentes madres solteras repartidos en otras tantas ciudades europeas. Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol (los “cristóbales”) viven en Fráncfort, París, Londres y Barcelona respectivamente sin saber los unos de los otros hasta que el destino les reúne en la catártica misión de reconstruir el periplo vital de su desaparecido padre común. Un encuentro fortuito que sirve a Puntí de vehículo para utilizar brillantemente cuatro voces narradoras que se alternan como los solistas de un grupo en una trama que va enredándose sin dispersiones por medio de múltiples secundarios con entidad propia, todos ellos confabulados para enriquecer un relato que no queremos destripar y que recomendamos encarecidamente.
Pedro Galiano, página web de El ojo crítico. El enlace, aquí
El protagonista, Gabriel Delacruz, es un joven desarraigado que no se hace preguntas, un escapista en una constante huída hacia adelante cuya consecuencia es una rocambolesca situación familiar: cuatro hijos de diferentes madres solteras repartidos en otras tantas ciudades europeas. Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol (los “cristóbales”) viven en Fráncfort, París, Londres y Barcelona respectivamente sin saber los unos de los otros hasta que el destino les reúne en la catártica misión de reconstruir el periplo vital de su desaparecido padre común. Un encuentro fortuito que sirve a Puntí de vehículo para utilizar brillantemente cuatro voces narradoras que se alternan como los solistas de un grupo en una trama que va enredándose sin dispersiones por medio de múltiples secundarios con entidad propia, todos ellos confabulados para enriquecer un relato que no queremos destripar y que recomendamos encarecidamente.
Pedro Galiano, página web de El ojo crítico. El enlace, aquí
25 d’abr. 2010
Una entrevista en El Cultural, de El Mundo
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) brinca del cuento a la novela en Maletas perdidas (Salamandra). Pero el salto data de hace ocho años, tal es el tiempo fatigado en una obra espléndida que ha engatusado a lectores y críticos. Puntí da fe de la dificultad de la escritura de larga distancia, ironiza sobre las efusiones de Sant Jordi y recela de los grupos literarios organizados.
PREGUNTA: ¿A quién regalará hoy una rosa y Maletas perdidas?
RESPUESTA: Una rosa a mi chica, y Maletas perdidas a mi primo venezolano.
P: ¿Qué es Sant Jordi?
R: Es el día del Libro y en algunos casos coincide que además el libro es literario.
P: ¿Se leen los libros que se compran en Sant Jordi o sólo se regalan?
R: Habrá de todo, supongo. El día siguiente, el 24, da gusto viajar en metro porque todo el mundo está leyendo. Parece otro país. La lástima es que cuando terminan el libro regalado, muchos no compren otro. Es como si dijeran (voz de alivio): “Bueno, ya está leído, ahora hasta el año siguiente”.
P: ¿Se plantea exigir un compromiso de lectura al dedicar el ejemplar?
R: Me conformo con que lean las primeras 20 páginas y se metan en la historia. Luego los cristóbales, los cuatro hermanos narradores, echan el resto.
P: Le robo la pregunta a un gran cuentista (Borges) para un excuentista reconvertido a la novela: ¿a qué fatigarse?
R: No crea, a veces lo que fatiga es podar y podar las historias para que el cuento quede esbelto. Esta vez me apetecía dejar que las ramas fueran creciendo, para andarme luego por ellas sin peligro de caer.
P: ¿Por qué el perezoso lector español no lee cuentos y sí novelas?
R: Por tradición, diría. O porque se publican más novelas que cuentos. O porque el tópico dice que los cuentos no venden y la mayoría de editores no se arriesgan a comprobarlo.
P: Tardó ocho años en escribir el libro... ¿No se acababa de llenar la maleta o más bien hubo que apretar para cerrarla?
R: No se cerraba, no. Aunque fuese un modelo king size, no había forma de que entrara todo lo que quería contar. Al final incluso algún personaje se quedó fuera, pero no pasa nada. Habrá más viajes.
P: ¿Piensa impacientarnos otros ocho años?
R: Espero que no, más que nada por mi salud mental. Es cierto que cada historia tiene su ritmo, pero en esta primera novela estuve un poco inseguro. Además, la contaban cuatro narradores al mismo tiempo, y alimentar cuatro bocas lleva mucho trabajo.
P: Cuatro hermanastros persiguen la memoria de un padre desaparecido y nómada. ¿Qué buscan en realidad?
R: Los cristóbales buscan a su padre para capturar el pasado y así entender quiénes son. Poco a poco, la necesidad se convierte en un recreo. Las horas que no jugaron juntos porque no se conocían, las recuperan ahora: los hermanos investigan, se disfrazan, espían, cantan, roban...
P: ¿Es Maletas perdidas una de aventuras?
R: Sí. Me gustaba la idea de situar a mis camioneros en una especie de novela de caballerías: el caballero subía al caballo y salía a la aventura por tierras extrañas. Mis personajes suben al Pegaso -un caballo alado-, cruzan la frontera y les suceden cosas curiosas. El movimiento siempre genera aventura.
P: ¿Ocurren pocas cosas en la literatura española de hoy?
R: ¿Ocurren pocas cosas? Nunca lo había pensado. Quizá el problema es que se está disociando la forma y el contenido. Las novelas donde ocurren cosas descuidan el estilo, mientras que las que se preocupan por la forma se obsesionan en sorprender e innovar y pierden pie con la realidad.
P: Creo que no le entusiasma la experimentación de la nueva vanguardia nocillista.
R: Hombre, no se puede generalizar y además no los he leído a todos. Me ha divertido alguna de sus novelas, pero desconfío de los grupos organizados, porque siempre esconden a algún impostor que se aprovecha del asunto. Ah, y yo no lo llamaría vanguardia.
P: ¿Es el eBook el dragón que amenaza al Sant Jordi del futuro inmediato?
R: Si las profecías se cumplen, Sant Jordi será una de las víctimas, eso seguro. No me veo yo firmando ejemplares digitales, garabateando unos píxeles de más en la primera página del eBook.
Entrevista de Daniel Arjona para ‘El Cultural’, en El Mundo, 23 de abril del 2010.
© de la ilustración, Gusi Bejer.
PREGUNTA: ¿A quién regalará hoy una rosa y Maletas perdidas?
RESPUESTA: Una rosa a mi chica, y Maletas perdidas a mi primo venezolano.
P: ¿Qué es Sant Jordi?
R: Es el día del Libro y en algunos casos coincide que además el libro es literario.
P: ¿Se leen los libros que se compran en Sant Jordi o sólo se regalan?
R: Habrá de todo, supongo. El día siguiente, el 24, da gusto viajar en metro porque todo el mundo está leyendo. Parece otro país. La lástima es que cuando terminan el libro regalado, muchos no compren otro. Es como si dijeran (voz de alivio): “Bueno, ya está leído, ahora hasta el año siguiente”.
P: ¿Se plantea exigir un compromiso de lectura al dedicar el ejemplar?
R: Me conformo con que lean las primeras 20 páginas y se metan en la historia. Luego los cristóbales, los cuatro hermanos narradores, echan el resto.
P: Le robo la pregunta a un gran cuentista (Borges) para un excuentista reconvertido a la novela: ¿a qué fatigarse?
R: No crea, a veces lo que fatiga es podar y podar las historias para que el cuento quede esbelto. Esta vez me apetecía dejar que las ramas fueran creciendo, para andarme luego por ellas sin peligro de caer.
P: ¿Por qué el perezoso lector español no lee cuentos y sí novelas?
R: Por tradición, diría. O porque se publican más novelas que cuentos. O porque el tópico dice que los cuentos no venden y la mayoría de editores no se arriesgan a comprobarlo.
P: Tardó ocho años en escribir el libro... ¿No se acababa de llenar la maleta o más bien hubo que apretar para cerrarla?
R: No se cerraba, no. Aunque fuese un modelo king size, no había forma de que entrara todo lo que quería contar. Al final incluso algún personaje se quedó fuera, pero no pasa nada. Habrá más viajes.
P: ¿Piensa impacientarnos otros ocho años?
R: Espero que no, más que nada por mi salud mental. Es cierto que cada historia tiene su ritmo, pero en esta primera novela estuve un poco inseguro. Además, la contaban cuatro narradores al mismo tiempo, y alimentar cuatro bocas lleva mucho trabajo.
P: Cuatro hermanastros persiguen la memoria de un padre desaparecido y nómada. ¿Qué buscan en realidad?
R: Los cristóbales buscan a su padre para capturar el pasado y así entender quiénes son. Poco a poco, la necesidad se convierte en un recreo. Las horas que no jugaron juntos porque no se conocían, las recuperan ahora: los hermanos investigan, se disfrazan, espían, cantan, roban...
P: ¿Es Maletas perdidas una de aventuras?
R: Sí. Me gustaba la idea de situar a mis camioneros en una especie de novela de caballerías: el caballero subía al caballo y salía a la aventura por tierras extrañas. Mis personajes suben al Pegaso -un caballo alado-, cruzan la frontera y les suceden cosas curiosas. El movimiento siempre genera aventura.
P: ¿Ocurren pocas cosas en la literatura española de hoy?
R: ¿Ocurren pocas cosas? Nunca lo había pensado. Quizá el problema es que se está disociando la forma y el contenido. Las novelas donde ocurren cosas descuidan el estilo, mientras que las que se preocupan por la forma se obsesionan en sorprender e innovar y pierden pie con la realidad.
P: Creo que no le entusiasma la experimentación de la nueva vanguardia nocillista.
R: Hombre, no se puede generalizar y además no los he leído a todos. Me ha divertido alguna de sus novelas, pero desconfío de los grupos organizados, porque siempre esconden a algún impostor que se aprovecha del asunto. Ah, y yo no lo llamaría vanguardia.
P: ¿Es el eBook el dragón que amenaza al Sant Jordi del futuro inmediato?
R: Si las profecías se cumplen, Sant Jordi será una de las víctimas, eso seguro. No me veo yo firmando ejemplares digitales, garabateando unos píxeles de más en la primera página del eBook.
Entrevista de Daniel Arjona para ‘El Cultural’, en El Mundo, 23 de abril del 2010.
© de la ilustración, Gusi Bejer.
3 d’abr. 2010
‘Maletas perdidas’, por Ricardo Senabre
[Reseña aparecida en el suplemento ‘El Cultural’ de El mundo]
El escritor catalán Jordi Puntí (1967) tenía ganado, gracias a un par de volúmenes anteriores, un bien merecido crédito como autor de cuentos. Con Maletas perdidas se ha internado en la más compleja estructura de la novela larga, y lo ha hecho con enorme fortuna, porque ha aprovechado su capacidad para el relato breve y la anécdota y, sin renunciar a estos rasgos, los ha englobado en una unidad superior que agrupa lo diverso y le da sentido. Porque Maletas perdidas puede entenderse como una suma de narraciones complementarias orientadas en la misma dirección: reconstruir la vida del desaparecido Gabriel Delacruz, empleado durante más de veinte años de una empresa de transportes catalana para realizar mudanzas por varios países de Europa. De sus encuentros ocasionales con distintas mujeres, Gabriel ha dejado cuatro hijos en otras tantas ciudades europeas: París, Londres, Francfort y Barcelona. Todos responden al mismo nombre de pila –Cristóbal– en sus diversas modalidades idiomáticas.
Todos tienen el recuerdo de aquel padre fugaz y evasivo –que aparecía muy de tarde en tarde por casa según el azar de los viajes– transmitido por sus respectivas madres, y cuando, pasado el tiempo, deciden reunirse y conocerse, acuerdan sumar sus conocimientos, indagaciones y noticias para recomponer la figura del padre y, si es posible, dar con él. Esta reconstrucción, que tiene mucho de búsqueda detectivesca, de análisis de pistas y huellas borrosas, es la que permite sumar armónicamente versiones parciales de los hechos, testimonios de procedencia dispar, sucesos que podrían dar lugar a relatos independientes, como la historia de Rita y sus padres, la de Bundó y su amor francés, el episodio de Anna en el ferry de Dover, la historia de Petroli y otras, que enriquecen la novela y le proporcionan variedad, a la vez que permiten añadir oportunos toques acerca de la vida europea de la posguerra. Si se acepta, en virtud de un pacto narrativo implícito, el punto de partida –el hermano que busca a los demás y el empeño común que acaba por unirlos–, el desarrollo de la historia es impecable, está repleto de imaginación y saca al lector de sus casillas (que es lo mejor que puede hacer una novela) para introducirlo en un mundo donde los personajes no son muñecos, sino figuras humanas de profundo calado sentimental: el distante señor Casellas, la maternal señora Rifà, la dubitante Carolina, Petroli, Bundó, Rita, con su conmovedora creación de tía Matilde e impulsada por la búsqueda del hombre ideal, y algunos otros tipos son ejemplos de cómo seres anodinos y sin relieve pueden convertirse en individuos interesantes con vida propia. Todo esto prueba que Maletas perdidas es una excelente novela, de las que no abundan, y que Jordi Puntí no debe ser considerado, sin más, un buen autor de cuentos, sino que tiene el talento suficiente para abordar con ventaja cualquier historia larga.
No conozco la versión catalana de la novela. En esta traducción se advierten errores de concordancia (“el cataplasma”, p. 48; “las miles de horas”, p. 354; “las antípodas”, p. 424), algún uso equivocado (“palidecer” con valor transitivo, p. 20), junto a ciertos anglicismos de moda (“punto de no retorno”, p. 209); “¿sabes qué?” [por '¿sabes una cosa'?], pp. 236, 389). También convendría podar algunos catalanismos y “falsos amigos”: “aguantar” por ‘sostener, sujetar' (pp. 257, 340, 354), la forma interjectiva “¡va!” por ‘¡venga, vamos!' (pp. 207, 249) o fórmulas como “no sufras” por ‘no te preocupes' (p. 259). Nada, en suma, que no pueda corregirse con facilidad (aunque debió hacerse en su momento). Lo importante es que nos encontramos ante una novela destacable por méritos auténticos; algo que no puede diagnosticarse con justicia todas las semanas.
© Ricardo Senabre, ‘El Cultural’, El Mundo, 2 de abril del 2010.
El escritor catalán Jordi Puntí (1967) tenía ganado, gracias a un par de volúmenes anteriores, un bien merecido crédito como autor de cuentos. Con Maletas perdidas se ha internado en la más compleja estructura de la novela larga, y lo ha hecho con enorme fortuna, porque ha aprovechado su capacidad para el relato breve y la anécdota y, sin renunciar a estos rasgos, los ha englobado en una unidad superior que agrupa lo diverso y le da sentido. Porque Maletas perdidas puede entenderse como una suma de narraciones complementarias orientadas en la misma dirección: reconstruir la vida del desaparecido Gabriel Delacruz, empleado durante más de veinte años de una empresa de transportes catalana para realizar mudanzas por varios países de Europa. De sus encuentros ocasionales con distintas mujeres, Gabriel ha dejado cuatro hijos en otras tantas ciudades europeas: París, Londres, Francfort y Barcelona. Todos responden al mismo nombre de pila –Cristóbal– en sus diversas modalidades idiomáticas.
Todos tienen el recuerdo de aquel padre fugaz y evasivo –que aparecía muy de tarde en tarde por casa según el azar de los viajes– transmitido por sus respectivas madres, y cuando, pasado el tiempo, deciden reunirse y conocerse, acuerdan sumar sus conocimientos, indagaciones y noticias para recomponer la figura del padre y, si es posible, dar con él. Esta reconstrucción, que tiene mucho de búsqueda detectivesca, de análisis de pistas y huellas borrosas, es la que permite sumar armónicamente versiones parciales de los hechos, testimonios de procedencia dispar, sucesos que podrían dar lugar a relatos independientes, como la historia de Rita y sus padres, la de Bundó y su amor francés, el episodio de Anna en el ferry de Dover, la historia de Petroli y otras, que enriquecen la novela y le proporcionan variedad, a la vez que permiten añadir oportunos toques acerca de la vida europea de la posguerra. Si se acepta, en virtud de un pacto narrativo implícito, el punto de partida –el hermano que busca a los demás y el empeño común que acaba por unirlos–, el desarrollo de la historia es impecable, está repleto de imaginación y saca al lector de sus casillas (que es lo mejor que puede hacer una novela) para introducirlo en un mundo donde los personajes no son muñecos, sino figuras humanas de profundo calado sentimental: el distante señor Casellas, la maternal señora Rifà, la dubitante Carolina, Petroli, Bundó, Rita, con su conmovedora creación de tía Matilde e impulsada por la búsqueda del hombre ideal, y algunos otros tipos son ejemplos de cómo seres anodinos y sin relieve pueden convertirse en individuos interesantes con vida propia. Todo esto prueba que Maletas perdidas es una excelente novela, de las que no abundan, y que Jordi Puntí no debe ser considerado, sin más, un buen autor de cuentos, sino que tiene el talento suficiente para abordar con ventaja cualquier historia larga.
No conozco la versión catalana de la novela. En esta traducción se advierten errores de concordancia (“el cataplasma”, p. 48; “las miles de horas”, p. 354; “las antípodas”, p. 424), algún uso equivocado (“palidecer” con valor transitivo, p. 20), junto a ciertos anglicismos de moda (“punto de no retorno”, p. 209); “¿sabes qué?” [por '¿sabes una cosa'?], pp. 236, 389). También convendría podar algunos catalanismos y “falsos amigos”: “aguantar” por ‘sostener, sujetar' (pp. 257, 340, 354), la forma interjectiva “¡va!” por ‘¡venga, vamos!' (pp. 207, 249) o fórmulas como “no sufras” por ‘no te preocupes' (p. 259). Nada, en suma, que no pueda corregirse con facilidad (aunque debió hacerse en su momento). Lo importante es que nos encontramos ante una novela destacable por méritos auténticos; algo que no puede diagnosticarse con justicia todas las semanas.
© Ricardo Senabre, ‘El Cultural’, El Mundo, 2 de abril del 2010.
‘El fabuloso destino de Gabriel Delacruz’, por Julià Guillamon
[Resseña publicada en el suplemento ‘Cultura/s’ de La Vanguardia]
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es, de los autores de su edad, el que mejor lleva la vida de escritor. Ha publicado tres libros en doce años, recibidos con gran expectación. En seguida ha conectado con el público y ha encarrilado una trayectoria en castellano.Haviajadoypasado temporadas largas en el extranjero. Ha sido editor. Se ha dedicado al periodismo, sin dejarse absorber por el día a día de la profesión. Y ha pasado ocho años escribiendo la novela Maletes perdudes, un ambicioso relato sobre el azar y el destino, construido a partir de una historia muy original. Cuatro hermanos –Cristof, Cristophe, Christopher y Cristòfol– se conjuran para encontrar el rastro de su padre: Gabriel Delacruz Expósito, que desde la mitad de la década de los sesenta y en los primeros setenta trabajaba en una empresa de mudanzas internacionales. Fruto de estos viajes, los cuatro hijos, de distintas madres. Se citan en el último domicilio conocido de Gabriel y salen en su busca. ¿Qué ha sido de él (hace más de treinta años que no le ven)? ¿Por qué desapareció de pronto? ¿Cuál es la razón de su extraño comportamiento? Afirman los Cristòfols, en laparte final de la novela, que sufren el síndrome del Pacífico Sur (el opuesto del síndrome de Estocolmo): devoción a la persona que los abandonó. Gracias al amor incondicional que sienten por la figura paterna, se conocen (que no se conocían), ponen en común sus recuerdos y, en el momento decisivo, intervienen para cambiar el curso de la historia.
Puntí es un muy hábil componiendo ambientes, atando tramas, buscando expresiones que dejan clavado un gesto, una situación o un estado de ánimo. Muy pronto el lector se da cuenta de que no debe exigirle a la narración una estricta coherencia realista: nos movemos en un mundo idealizado, un mundo de imágenes que forman parte de nuestra memoria literaria o visual. Por ejemplo, cuando se relata la infancia de Gabriel en la Casa de Caritat (la madre lo abandonó en un portal, en el Mercat del Born), parece sacada de una novela de Dickens, vista en el teatro, en el cine o en un musical. Cuando el camión empieza a rodar por Europa, toma un aire fantasioso. Asistimos a una recreación de los ambientes izquierdistas de Frankfurt, de la psicodelia británicay del Mayo del 68, en episodios escritos desde la distancia, con ironía.
Son los cuentos de hadas que los de la generación de Puntí han oído una y otra vez desde pequeños. Y como tal se retratan en Maletes perdudes. El trío de protagonistas que comparten la cabina del Pegaso tienen entidad más allá de su caracterización como personajes de Pulcarcito o Tío Vivo. GabrielyBundó provienen los dos de la Casa de Caritat y son almas gemelas: desarraigados puros. Bundó busca el amor con una chica que conoce en un prostíbulo, mientras que Gabriel, seductor pasivo, se deja llevar por los vientos de la historia europea que, en la época de sus viajes, soplan libertad sexual y poco rigor anticonceptivo. El tercero, Petroli, es también entrañable: se dedica a buscar las casas de españoles en Europa, para sentirse acompañado (ninguno de los tres habla lenguas) y ligar.
La relación entre los transportistas, los vaivenes en busca de la estabilidad emocional de Bundó, mantienen el interés más allá de los enredos y bifurcaciones de la trama. En la segunda parte, Puntí abandona el tono de comediapsicoanalítica, y despliega de manera costumbrista la historia del nacimiento del cuarto y último hijo, el Cristòfol catalán. Lo hace mediante una elipsis larguísima, con un registro de esperpento, llevando hasta el límite el juego de identidades y casualidades, en una especie de literatura champán que embriaga sobre todo a su autor. Puntí se gusta. Si en la primera parte la historia está contada con un aire ingenuo a lo Amélie, en la segunda es el estilo de los hermanos Fesser más bufonescos y tragicómicos. Da la sensación que el deseo de escribir una novela contundente, una novela larga, le jugará una mala pasada. Pero en seguida se saca de la manga una serie de paseos fantasmales por Barcelona (Via Favència, Turó de la Peira) que devuelven la gravedad al relato (están muy bien, como, en la primera parte, la descripción del entorno desfibrado de la calle Nàpols donde vive el padre).
Al final la acción pasa al presente y se resuelve de un modo inesperado en la forma y previsible en el fondo: hemos asistido a una fábula sobre el sentimiento de orfandad, la extranjería, la soledad del vivir contemporáneo. Todas las cuitas de los cuatro Cristòfols (y la bondad de las madres, que se mantienen al margen: en el mundo real se sacarían los ojos) va dirigida a dar a la historia un final feliz, en el que todo el mundo acepta la manera de ser de Gabriel, se restablecen (ni que sea provisionalmente) los vínculos y se encajan las piezas del mundo antiheroico.
Uno de los motivos recurrentes del relato son los objetos perdidos. De cada uno de sus viajes, Gabriel, Bundó y Petroli sustraen un bulto, anotan su contenido y se lo reparten, en un ritual que les sirve para intentar borrar su condición de desposeídos. Rita, la madre catalana, trabaja en la oficina de equipajes extraviados del aeropuerto del Prat. Gracias a un ritual similar (junto a tres empleados de la limpieza de la terminal se reparten objetos de las maletas no reclamadas) se produce el último encuentro fértil de Gabriel. Estos objetos (a los que se añade la cabina destrozada del Pegaso que Cristof encuentra en un cementerio de camiones a las afueras de Kassel) son talismanes que concentran la vida emocional de los protagonistas, maletas sin amo.
© Julià Guillamon, La Vanguardia, 24 de febrero del 2010.
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es, de los autores de su edad, el que mejor lleva la vida de escritor. Ha publicado tres libros en doce años, recibidos con gran expectación. En seguida ha conectado con el público y ha encarrilado una trayectoria en castellano.Haviajadoypasado temporadas largas en el extranjero. Ha sido editor. Se ha dedicado al periodismo, sin dejarse absorber por el día a día de la profesión. Y ha pasado ocho años escribiendo la novela Maletes perdudes, un ambicioso relato sobre el azar y el destino, construido a partir de una historia muy original. Cuatro hermanos –Cristof, Cristophe, Christopher y Cristòfol– se conjuran para encontrar el rastro de su padre: Gabriel Delacruz Expósito, que desde la mitad de la década de los sesenta y en los primeros setenta trabajaba en una empresa de mudanzas internacionales. Fruto de estos viajes, los cuatro hijos, de distintas madres. Se citan en el último domicilio conocido de Gabriel y salen en su busca. ¿Qué ha sido de él (hace más de treinta años que no le ven)? ¿Por qué desapareció de pronto? ¿Cuál es la razón de su extraño comportamiento? Afirman los Cristòfols, en laparte final de la novela, que sufren el síndrome del Pacífico Sur (el opuesto del síndrome de Estocolmo): devoción a la persona que los abandonó. Gracias al amor incondicional que sienten por la figura paterna, se conocen (que no se conocían), ponen en común sus recuerdos y, en el momento decisivo, intervienen para cambiar el curso de la historia.
Puntí es un muy hábil componiendo ambientes, atando tramas, buscando expresiones que dejan clavado un gesto, una situación o un estado de ánimo. Muy pronto el lector se da cuenta de que no debe exigirle a la narración una estricta coherencia realista: nos movemos en un mundo idealizado, un mundo de imágenes que forman parte de nuestra memoria literaria o visual. Por ejemplo, cuando se relata la infancia de Gabriel en la Casa de Caritat (la madre lo abandonó en un portal, en el Mercat del Born), parece sacada de una novela de Dickens, vista en el teatro, en el cine o en un musical. Cuando el camión empieza a rodar por Europa, toma un aire fantasioso. Asistimos a una recreación de los ambientes izquierdistas de Frankfurt, de la psicodelia británicay del Mayo del 68, en episodios escritos desde la distancia, con ironía.
Son los cuentos de hadas que los de la generación de Puntí han oído una y otra vez desde pequeños. Y como tal se retratan en Maletes perdudes. El trío de protagonistas que comparten la cabina del Pegaso tienen entidad más allá de su caracterización como personajes de Pulcarcito o Tío Vivo. GabrielyBundó provienen los dos de la Casa de Caritat y son almas gemelas: desarraigados puros. Bundó busca el amor con una chica que conoce en un prostíbulo, mientras que Gabriel, seductor pasivo, se deja llevar por los vientos de la historia europea que, en la época de sus viajes, soplan libertad sexual y poco rigor anticonceptivo. El tercero, Petroli, es también entrañable: se dedica a buscar las casas de españoles en Europa, para sentirse acompañado (ninguno de los tres habla lenguas) y ligar.
La relación entre los transportistas, los vaivenes en busca de la estabilidad emocional de Bundó, mantienen el interés más allá de los enredos y bifurcaciones de la trama. En la segunda parte, Puntí abandona el tono de comediapsicoanalítica, y despliega de manera costumbrista la historia del nacimiento del cuarto y último hijo, el Cristòfol catalán. Lo hace mediante una elipsis larguísima, con un registro de esperpento, llevando hasta el límite el juego de identidades y casualidades, en una especie de literatura champán que embriaga sobre todo a su autor. Puntí se gusta. Si en la primera parte la historia está contada con un aire ingenuo a lo Amélie, en la segunda es el estilo de los hermanos Fesser más bufonescos y tragicómicos. Da la sensación que el deseo de escribir una novela contundente, una novela larga, le jugará una mala pasada. Pero en seguida se saca de la manga una serie de paseos fantasmales por Barcelona (Via Favència, Turó de la Peira) que devuelven la gravedad al relato (están muy bien, como, en la primera parte, la descripción del entorno desfibrado de la calle Nàpols donde vive el padre).
Al final la acción pasa al presente y se resuelve de un modo inesperado en la forma y previsible en el fondo: hemos asistido a una fábula sobre el sentimiento de orfandad, la extranjería, la soledad del vivir contemporáneo. Todas las cuitas de los cuatro Cristòfols (y la bondad de las madres, que se mantienen al margen: en el mundo real se sacarían los ojos) va dirigida a dar a la historia un final feliz, en el que todo el mundo acepta la manera de ser de Gabriel, se restablecen (ni que sea provisionalmente) los vínculos y se encajan las piezas del mundo antiheroico.
Uno de los motivos recurrentes del relato son los objetos perdidos. De cada uno de sus viajes, Gabriel, Bundó y Petroli sustraen un bulto, anotan su contenido y se lo reparten, en un ritual que les sirve para intentar borrar su condición de desposeídos. Rita, la madre catalana, trabaja en la oficina de equipajes extraviados del aeropuerto del Prat. Gracias a un ritual similar (junto a tres empleados de la limpieza de la terminal se reparten objetos de las maletas no reclamadas) se produce el último encuentro fértil de Gabriel. Estos objetos (a los que se añade la cabina destrozada del Pegaso que Cristof encuentra en un cementerio de camiones a las afueras de Kassel) son talismanes que concentran la vida emocional de los protagonistas, maletas sin amo.
© Julià Guillamon, La Vanguardia, 24 de febrero del 2010.
29 de març 2010
El próximo jueves, tertulia literaria
El próximo jueves 1 de abril,
en la Biblioteca Jaume Fuster,
tertúlia literaria del ciclo
Vine a fer un cafè amb...
en la Biblioteca Jaume Fuster,
tertúlia literaria del ciclo
Vine a fer un cafè amb...
El periodista Albert Lladó y Jordi Puntí
conversarán sobre
Maletas perdidas
El acto empezará a las 19 horas.
Maletas perdidas
El acto empezará a las 19 horas.
28 de març 2010
‘Historia del padre’, por Daniel Gascón
[Reseña en Heraldo de Aragón]
Los cuatro hijos de Gabriel Delacruz viven en distintos países de Europa. No saben de la existencia de sus hermanos y no han visto a su padre en décadas. Cuando la policía lo da por desaparecido se conocen y empiezan a bucear en el pasado de Gabriel. Este es el detonante de Maletas perdidas (Salamandra, 2010), la primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967), que ha publicado los libros de relatos Piel de armadillo (Salamandra, 2001) y Animales tristes (Salamandra, 2004).
Los cuatro hijos –Christof, de Fráncfort; Christopher, de Londres; Christophe, de París y Cristòfol de Barcelona– reconstruyen la vida de un hombre esquivo y aficionado al juego, que se crió en la Casa de la Caridad de la Barcelona y trabajó en una empresa que realizaba mudanzas por Europa en los años 60 y 70. “La paradoja, al fin y al cabo, es que una vida tan solitaria como la de Gabriel pueda haberse trenzado con tantas personas distintas”, dicen los cristóbales, que cuentan a veces por separado y a veces como un coro los romances más bien accidentales de Gabriel con sus cuatro madres y su propio recuerdo misterioso y fugaz. La búsqueda de Delacruz les lleva hasta personajes fascinantes, como Petroli, un transportista aficionado a las reuniones de exiliados y a las mujeres mayores; la señora Rifà, que regentaba la pensión donde vivía Gabriel; o Bundó, su compañero inseparable, el apasionado de las prostitutas que se enamoró locamente de una de ellas.
Maletas perdidas es la historia de una investigación, la descripción de un personaje que siempre tiene un secreto inesperado y un retrato dickensiano y picaresco de la Barcelona de posguerra, con pensiones, tiendas de barrio y familias nacionalcatólicas, pero también es una novela europea. Los viajes de Bundó, Gabriel y Petroli les sacan de la España fosilizada del franquismo y les ofrecen una visión lateral de los cambios de la Europa democrática, de la libertad, las drogas y la música en Inglaterra o de mayo del 68 en París.
“Reducimos la vida a unas cuantas palabras, la simplificamos, pero su auténtico sentido es complejidad, contradicción, incertidumbre”, dice Cristòfol, antes de pedir “perdón por la filosofada”. Pero Puntí parece hacerle caso: arma una novela rica y poderosa, llena de detalles, simetrías y episodios brillantes. Los objetos impulsan el relato y producen emociones: desde el Pegaso que conducen los transportistas hasta los naipes que Gabriel esconde en su chaqueta, pasando por los juguetes que regala a sus hijos. Maletas perdidas también logra la verosimilitud a través de pequeños rituales, como los turnos de los camioneros, los cuentos eróticos que Bundó y Gabriel escribían en su adolescencia o los informes sobre el reparto de los hurtos que realizaban sistemáticamente en las mudanzas. El estilo juguetón y la narración arriesgada y hábil –que mezcla el humor y la tragedia, los sentimientos y el enigma familiar, lo extraordinario y el costumbrismo, el presente y el pasado– recuerdan a John Irving o Rushdie, y su rigor estructural y la potencia de lo que cuenta muestran a un novelista con una formidable capacidad de fabulación y persuasión.
© Daniel Gascón, Heraldo de Aragón, 25 de març del 2010
Los cuatro hijos de Gabriel Delacruz viven en distintos países de Europa. No saben de la existencia de sus hermanos y no han visto a su padre en décadas. Cuando la policía lo da por desaparecido se conocen y empiezan a bucear en el pasado de Gabriel. Este es el detonante de Maletas perdidas (Salamandra, 2010), la primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967), que ha publicado los libros de relatos Piel de armadillo (Salamandra, 2001) y Animales tristes (Salamandra, 2004).
Los cuatro hijos –Christof, de Fráncfort; Christopher, de Londres; Christophe, de París y Cristòfol de Barcelona– reconstruyen la vida de un hombre esquivo y aficionado al juego, que se crió en la Casa de la Caridad de la Barcelona y trabajó en una empresa que realizaba mudanzas por Europa en los años 60 y 70. “La paradoja, al fin y al cabo, es que una vida tan solitaria como la de Gabriel pueda haberse trenzado con tantas personas distintas”, dicen los cristóbales, que cuentan a veces por separado y a veces como un coro los romances más bien accidentales de Gabriel con sus cuatro madres y su propio recuerdo misterioso y fugaz. La búsqueda de Delacruz les lleva hasta personajes fascinantes, como Petroli, un transportista aficionado a las reuniones de exiliados y a las mujeres mayores; la señora Rifà, que regentaba la pensión donde vivía Gabriel; o Bundó, su compañero inseparable, el apasionado de las prostitutas que se enamoró locamente de una de ellas.
Maletas perdidas es la historia de una investigación, la descripción de un personaje que siempre tiene un secreto inesperado y un retrato dickensiano y picaresco de la Barcelona de posguerra, con pensiones, tiendas de barrio y familias nacionalcatólicas, pero también es una novela europea. Los viajes de Bundó, Gabriel y Petroli les sacan de la España fosilizada del franquismo y les ofrecen una visión lateral de los cambios de la Europa democrática, de la libertad, las drogas y la música en Inglaterra o de mayo del 68 en París.
“Reducimos la vida a unas cuantas palabras, la simplificamos, pero su auténtico sentido es complejidad, contradicción, incertidumbre”, dice Cristòfol, antes de pedir “perdón por la filosofada”. Pero Puntí parece hacerle caso: arma una novela rica y poderosa, llena de detalles, simetrías y episodios brillantes. Los objetos impulsan el relato y producen emociones: desde el Pegaso que conducen los transportistas hasta los naipes que Gabriel esconde en su chaqueta, pasando por los juguetes que regala a sus hijos. Maletas perdidas también logra la verosimilitud a través de pequeños rituales, como los turnos de los camioneros, los cuentos eróticos que Bundó y Gabriel escribían en su adolescencia o los informes sobre el reparto de los hurtos que realizaban sistemáticamente en las mudanzas. El estilo juguetón y la narración arriesgada y hábil –que mezcla el humor y la tragedia, los sentimientos y el enigma familiar, lo extraordinario y el costumbrismo, el presente y el pasado– recuerdan a John Irving o Rushdie, y su rigor estructural y la potencia de lo que cuenta muestran a un novelista con una formidable capacidad de fabulación y persuasión.
© Daniel Gascón, Heraldo de Aragón, 25 de març del 2010
17 de març 2010
‘El mismo recuerdo’, por María José Obiol
[Reseña en ‘Babelia’, El País]
Lees y presencias una despedida. En la cocina desayunan un niño y sus padres. Amanece. Después se escucha un claxon. Bundó y Petroli, los amigos y compañeros del padre saludan desde la cabina del camión ¿o sólo lo hace él cuando el Pegaso se pone en marcha? Conducen un camión de mudanzas con itinerario europeo. Pienso en esa imagen que la lectura me devuelve. Una familia despidiéndose. La madre, el padre y el niño. Pero el narrador señala edades: entre los tres y los siete años. Me he equivocado. Vuelvo a leer. La madre regresa a la cama con su hijo. El padre ya ha dicho adiós. Todos tenemos el mismo recuerdo. Eso dicen los cuatro. ¿Qué cuatro? Los cuatro hermanos que veintitantos años después se conocerán y reconocerán y juntos intentarán averiguar qué ha pasado con su padre. El mismo para todos. También los mismos cuentos, la misma mirada, el mismo adiós. Los hijos: Christof (Francfort), Christopher (Londres), Christophe (París) y Cristòfol (Barcelona). El recuerdo del Pegaso con Bundó y Petroli en la cabina para los tres primeros. Gabriel Delacruz se llama el padre. Sigrun, Mireille, Sarah y Rita, las respectivas madres.
Apenas empieza esta estupenda novela de Jordi Puntí (Manlleu, Barcelona, 1967) y ya se ha instalado el deseo de despejar las brumas de una desaparición o de una huida. Confieso admiración por la recuperación de hechos nimios que nos llevan de un lugar a otro, de unos brazos a otros abrazos; también curiosidad por el hallazgo de vestigios que calladamente se van incorporando al recuerdo y por la suma de detalles que parecen insignificantes pero que refuerzan memoria. En Maletas perdidas se recompone el tejido del tiempo con escenas resplandecientes y quien lee habita la novela de manera apasionada. Hay una transparente naturalidad en ir de aquí para allá en la historia que es una y tantas. Estoy en los años cuarenta: niños en la Casa de la Caridad. Hijos de represaliados. Gabriel abandonado, el mercado del Borne. Leche que se amamanta y que huele a bacalao. Escritura en el orfanato. Imágenes. Llego a los sesenta y setenta, donde se desarrolla gran parte de la novela. El enigmático Gabriel, el bondadoso y afable Bundó (siento debilidad por Bundó), el pragmático Petroli. Viajes, pensiones, casas donde se desbaratan muebles para su traslado. Vidas nómadas, pero rutinarias y sosegadas en su ajetreo de miles de kilómetros. Mayo Francés, canciones en las casas de españoles en Alemania, barrios obreros en Londres y el hervidero de una Barcelona desatándose de ligaduras. Y la voz que narra que no es una sino cuatro, hablándole a esta lectora que sabe sin saber, desconcertada al no tener siempre la certeza de cuál de los cuatro cristóbales habla. Son hijos buscando sin melancolía, demasiado jóvenes para añorar, y aunque se trate de personajes trascendentes, póquer de ases de un avezado jugador (Gabriel Delacruz y el propio escritor), el auténtico protagonismo está en Gabriel, Petroli y Bundó. Como si fueran cómicos representando una y otra vez la misma obra, pero con esa profesionalidad del que sabe hacer de cada mudanza una función distinta. Por eso Puntí, ¡qué bien lo ha contado!, ha decidido abrir maletas y cajas de mudanzas para descubrir lo que contienen y así internarse en nuevos caminos. Porque cerrarlas, el protagonista buscado lo sabe, es sufrir aluminosis en el recuerdo y necesidad de apuntalarlo. Maletas perdidas es apasionante. No se la pierdan.
© María José Obiol, ‘Babelia’, El País, 13 de marzo del 2010.
Lees y presencias una despedida. En la cocina desayunan un niño y sus padres. Amanece. Después se escucha un claxon. Bundó y Petroli, los amigos y compañeros del padre saludan desde la cabina del camión ¿o sólo lo hace él cuando el Pegaso se pone en marcha? Conducen un camión de mudanzas con itinerario europeo. Pienso en esa imagen que la lectura me devuelve. Una familia despidiéndose. La madre, el padre y el niño. Pero el narrador señala edades: entre los tres y los siete años. Me he equivocado. Vuelvo a leer. La madre regresa a la cama con su hijo. El padre ya ha dicho adiós. Todos tenemos el mismo recuerdo. Eso dicen los cuatro. ¿Qué cuatro? Los cuatro hermanos que veintitantos años después se conocerán y reconocerán y juntos intentarán averiguar qué ha pasado con su padre. El mismo para todos. También los mismos cuentos, la misma mirada, el mismo adiós. Los hijos: Christof (Francfort), Christopher (Londres), Christophe (París) y Cristòfol (Barcelona). El recuerdo del Pegaso con Bundó y Petroli en la cabina para los tres primeros. Gabriel Delacruz se llama el padre. Sigrun, Mireille, Sarah y Rita, las respectivas madres.
Apenas empieza esta estupenda novela de Jordi Puntí (Manlleu, Barcelona, 1967) y ya se ha instalado el deseo de despejar las brumas de una desaparición o de una huida. Confieso admiración por la recuperación de hechos nimios que nos llevan de un lugar a otro, de unos brazos a otros abrazos; también curiosidad por el hallazgo de vestigios que calladamente se van incorporando al recuerdo y por la suma de detalles que parecen insignificantes pero que refuerzan memoria. En Maletas perdidas se recompone el tejido del tiempo con escenas resplandecientes y quien lee habita la novela de manera apasionada. Hay una transparente naturalidad en ir de aquí para allá en la historia que es una y tantas. Estoy en los años cuarenta: niños en la Casa de la Caridad. Hijos de represaliados. Gabriel abandonado, el mercado del Borne. Leche que se amamanta y que huele a bacalao. Escritura en el orfanato. Imágenes. Llego a los sesenta y setenta, donde se desarrolla gran parte de la novela. El enigmático Gabriel, el bondadoso y afable Bundó (siento debilidad por Bundó), el pragmático Petroli. Viajes, pensiones, casas donde se desbaratan muebles para su traslado. Vidas nómadas, pero rutinarias y sosegadas en su ajetreo de miles de kilómetros. Mayo Francés, canciones en las casas de españoles en Alemania, barrios obreros en Londres y el hervidero de una Barcelona desatándose de ligaduras. Y la voz que narra que no es una sino cuatro, hablándole a esta lectora que sabe sin saber, desconcertada al no tener siempre la certeza de cuál de los cuatro cristóbales habla. Son hijos buscando sin melancolía, demasiado jóvenes para añorar, y aunque se trate de personajes trascendentes, póquer de ases de un avezado jugador (Gabriel Delacruz y el propio escritor), el auténtico protagonismo está en Gabriel, Petroli y Bundó. Como si fueran cómicos representando una y otra vez la misma obra, pero con esa profesionalidad del que sabe hacer de cada mudanza una función distinta. Por eso Puntí, ¡qué bien lo ha contado!, ha decidido abrir maletas y cajas de mudanzas para descubrir lo que contienen y así internarse en nuevos caminos. Porque cerrarlas, el protagonista buscado lo sabe, es sufrir aluminosis en el recuerdo y necesidad de apuntalarlo. Maletas perdidas es apasionante. No se la pierdan.
© María José Obiol, ‘Babelia’, El País, 13 de marzo del 2010.
‘Las voces del ventrílocuo’, por Lluís Muntada
[Reseña en el suplemento catalán ‘Quadern’, de El País]
Con los conjuntos de relatos Pell d’armadillo (1998) [Piel de armadillo, Salamandra, 2001] y Animals tristos (2002) [Animales tristes, Salamandra, 2004], Jordi Puntí (Manlleu, 1967) asentaba una prosa caracterizada por la nitidez y por la capacidad de subrayar las fracturas de la cotidianidad. A través de una elaborada economía formal esos dos libros materializaban un efecto de diorama, en que el lector, llevado por los movimientos más sutiles de las proverbiales inercias domésticas, poco a poco descubría que se hallaba en el corazón de alguno de los bucles capitales de la existencia humana: la soledad, el desnivel entre expectativas y realidad prosaica, o el reconocimiento sereno de la imposibilidad de transformar nada.
En un arco de renovación expresiva tensado primordialmente por Pere Guixà, Francesc Serés y el propio Puntí, aparece ahora Maletes perdudes (en castellano, Maletas perdidas, en Salamandra), la primera novela de este autor, una obra extensa e intensa, pausada y frenética, ampliación apoteósica y refinamiento sobrio de los atributos narrativos ya apuntados en los dos libros de cuentos.
Maletes perdudes. Imaginemos un John Cheever sin el ácido del sarcasmo, un hálito de la gradual conquista de los espacios vacíos y la nada que Pierre Michon ensaya en Vidas minúsculas, una sombra de la vivisección fría e impersonal que Georges Perec expone en Las cosas…, imaginemos todas estas referencias y comprenderemos parte de los elementos que alientan esta monumental novela-río, que con una estructura compositiva muy bien trabada permite que la mayoría de capítulos tengan autonomía narrativa sin que por eso vean comprometida su funcionalidad orgánica a la hora de tejer la trama general de la obra.
Desde el inicio de la novela se hace explícito un ejercicio de prestidigitación con toques de dramaturgia novelesca: cuatro hermanos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol), hijos de madres diferentes —nacidos en Frankfurt, París, Londres y Barcelona respectivamente—, buscan a su padre, Gabriel Delacruz Expósito, a quien no ven desde hace tres décadas y a quien la policía da por oficialmente desaparecido. Con un tránsito narrativo asociable al juego de las muñecas rusas, los cuatro hermanos se conocen en el piso barcelonés de su padre, donde han sido convocados.
En una articulación de voces que deriva hacia un barroco muy ágil, con constantes cambios de perspectiva, cada uno de los hermanos presenta su singladura particular, y todo bajo la poderosa influencia de un padre errático, que apenas estuvo a su lado cuando ellos eran pequeños. A partir de aquí, por medio de una estructura de aluvión que permite encajar los hechos hasta adoptar un viraje detectivesco en la segunda parte de la novela, los cuatro cristóbales intensifican un azar lógico y, para reconstruir los avatares de un padre agigantado por el escapismo, presentan sus vidas en una cadena de accidentes razonables. Gabriel, trabajador de la compañía de mudanzas internacionales La Ibérica, recorrió —al lado de sus entrañables amigos Bundó i Petroli— la luminosa Europa en plena noche franquista.
Con un celo extremo para no caer en la afectación ni robar emociones al lector, la novela narra la soledad, la orfandad, la plenitud vital y una alegría contrastada por el desarraigo que sufren una galería de inmigrantes españoles por todo Europa que hacen pensar en el volumen moral de la magnífica serie titulada Els castellans, que este escritor publicó no hace mucho en la revista L’Avenç.
En un incesante juego de manos narrativo que alterna simulaciones, confusiones, simetrías, cambios de nombre, imágenes reduplicadas en el espejo, tías imaginarias, ventriloquía y orientación coral, los personajes se multiplican desde su propio interior y, a través de la riqueza equívoca de unas voces deliberadamente ambiguas, se construye el fantasma preciso de Gabriel, admirable mezcla de alivio cómico, tragedia y metáfora especular del ciudadano medio de la posguerra.
En una prodigiosa catenaria narrativa, las imágenes se textualizan y la novela se aploma en objetos que tienen la propiedad de capturar la esencia de la vida: un viejo Pegaso, una carta con el as de corazones, un colibrí disecado, una maleta de cartón, una peluca, o un cuaderno de robos cubierto por la nieve.
Retrato sociológico del franquismo, equilibrio entre dolor y felicidad, magia natural nacida del malabarismo técnico, búsqueda de los orígenes, control y pasión, ensalzamiento de la condición del lector, libro de riqueza poliédrica, Maletes perdudes funda una mitología, una saga de nuestra memoria desvanecida, un perdurable catálogo literario de seres y estares, de huídas y capturas, de ambigüedades y certezas conquistadas desde una literatura insobornable.
© Lluís Muntada, ‘Quadern’, El País, 4 de marzo del 2010. [Traducción del catalán de J.P.]
Con los conjuntos de relatos Pell d’armadillo (1998) [Piel de armadillo, Salamandra, 2001] y Animals tristos (2002) [Animales tristes, Salamandra, 2004], Jordi Puntí (Manlleu, 1967) asentaba una prosa caracterizada por la nitidez y por la capacidad de subrayar las fracturas de la cotidianidad. A través de una elaborada economía formal esos dos libros materializaban un efecto de diorama, en que el lector, llevado por los movimientos más sutiles de las proverbiales inercias domésticas, poco a poco descubría que se hallaba en el corazón de alguno de los bucles capitales de la existencia humana: la soledad, el desnivel entre expectativas y realidad prosaica, o el reconocimiento sereno de la imposibilidad de transformar nada.
En un arco de renovación expresiva tensado primordialmente por Pere Guixà, Francesc Serés y el propio Puntí, aparece ahora Maletes perdudes (en castellano, Maletas perdidas, en Salamandra), la primera novela de este autor, una obra extensa e intensa, pausada y frenética, ampliación apoteósica y refinamiento sobrio de los atributos narrativos ya apuntados en los dos libros de cuentos.
Maletes perdudes. Imaginemos un John Cheever sin el ácido del sarcasmo, un hálito de la gradual conquista de los espacios vacíos y la nada que Pierre Michon ensaya en Vidas minúsculas, una sombra de la vivisección fría e impersonal que Georges Perec expone en Las cosas…, imaginemos todas estas referencias y comprenderemos parte de los elementos que alientan esta monumental novela-río, que con una estructura compositiva muy bien trabada permite que la mayoría de capítulos tengan autonomía narrativa sin que por eso vean comprometida su funcionalidad orgánica a la hora de tejer la trama general de la obra.
Desde el inicio de la novela se hace explícito un ejercicio de prestidigitación con toques de dramaturgia novelesca: cuatro hermanos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol), hijos de madres diferentes —nacidos en Frankfurt, París, Londres y Barcelona respectivamente—, buscan a su padre, Gabriel Delacruz Expósito, a quien no ven desde hace tres décadas y a quien la policía da por oficialmente desaparecido. Con un tránsito narrativo asociable al juego de las muñecas rusas, los cuatro hermanos se conocen en el piso barcelonés de su padre, donde han sido convocados.
En una articulación de voces que deriva hacia un barroco muy ágil, con constantes cambios de perspectiva, cada uno de los hermanos presenta su singladura particular, y todo bajo la poderosa influencia de un padre errático, que apenas estuvo a su lado cuando ellos eran pequeños. A partir de aquí, por medio de una estructura de aluvión que permite encajar los hechos hasta adoptar un viraje detectivesco en la segunda parte de la novela, los cuatro cristóbales intensifican un azar lógico y, para reconstruir los avatares de un padre agigantado por el escapismo, presentan sus vidas en una cadena de accidentes razonables. Gabriel, trabajador de la compañía de mudanzas internacionales La Ibérica, recorrió —al lado de sus entrañables amigos Bundó i Petroli— la luminosa Europa en plena noche franquista.
Con un celo extremo para no caer en la afectación ni robar emociones al lector, la novela narra la soledad, la orfandad, la plenitud vital y una alegría contrastada por el desarraigo que sufren una galería de inmigrantes españoles por todo Europa que hacen pensar en el volumen moral de la magnífica serie titulada Els castellans, que este escritor publicó no hace mucho en la revista L’Avenç.
En un incesante juego de manos narrativo que alterna simulaciones, confusiones, simetrías, cambios de nombre, imágenes reduplicadas en el espejo, tías imaginarias, ventriloquía y orientación coral, los personajes se multiplican desde su propio interior y, a través de la riqueza equívoca de unas voces deliberadamente ambiguas, se construye el fantasma preciso de Gabriel, admirable mezcla de alivio cómico, tragedia y metáfora especular del ciudadano medio de la posguerra.
En una prodigiosa catenaria narrativa, las imágenes se textualizan y la novela se aploma en objetos que tienen la propiedad de capturar la esencia de la vida: un viejo Pegaso, una carta con el as de corazones, un colibrí disecado, una maleta de cartón, una peluca, o un cuaderno de robos cubierto por la nieve.
Retrato sociológico del franquismo, equilibrio entre dolor y felicidad, magia natural nacida del malabarismo técnico, búsqueda de los orígenes, control y pasión, ensalzamiento de la condición del lector, libro de riqueza poliédrica, Maletes perdudes funda una mitología, una saga de nuestra memoria desvanecida, un perdurable catálogo literario de seres y estares, de huídas y capturas, de ambigüedades y certezas conquistadas desde una literatura insobornable.
© Lluís Muntada, ‘Quadern’, El País, 4 de marzo del 2010. [Traducción del catalán de J.P.]
13 de març 2010
Un artículo de Sergi Pàmies
Al promocionar su novela Maletes perdudes, el escritor Jordi Puntí ha declarado: “Los adverbios son refugio de cobardes”. Hace unos años, Josep Maria Espinàs se despachó contra los adjetivos por considerarlos casi siempre innecesarios. Dos escritores que admiro, pues, marcan el camino. ¿Qué ocurrirá si, mañana, otro crack de las letras la emprende contra los verbos? Desde que leí a Espinàs, intento contener mi tendencia al adjetivo fácil pero no lo consigo. Es difícil y, por muy de acuerdo que estés con la argumentación de Espinàs, tiendes a rebelarte y a decidir que, si existen, será para utilizarlos, ¿no? Ahora Puntí me complica las cosas. Ya no se trata sólo de ser redundante sino cobarde, una acusación que, por suerte, no se expresa a través de un adjetivo sino, entiendo, de un rotundo sustantivo.
Supongo que Puntí se refiere más al abuso que al uso. En efecto, los adverbios pueden esconder una carga pirotécnica que refuerza más la vanidad del narrador que la efectividad de su relato. Pero cuidado: grandes clásicos de nuestra literatura han practicado el adverbio con cierta alegría. Josep Pla es conocido por, entre otras cosas, soltar adverbios extravagantes. En Pla, que tenía otras virtudes, este ramalazo constituye una anécdota, pero entre los que insisten en imitarle es una plaga (ya lo dijo Picasso: “Bienaventurados mis imitadores porque heredarán mis defectos”). Elijo un artículo de Pla al azar, titulado Vells, incessants records. Primera frase: “És molt possible que Grècia hagi estat el país del solar europeu més ditiràmbicament tractat en el curs dels dies”. Ese “ditiràmbicament”, ¿hay que considerarlo un acto de cobardía? De exhibicionismo, quizá, de no poder resistir la tentación de ponerse estupendo, también. Pero cobardía es una palabra mayor.
Se da la circunstancia de que Pla también es famoso por su uso de los adjetivos. Aplicaba el mismo criterio que con los adverbios: sorprender con calificativos que, en principio, no parecían destinados a según qué sustantivos. Sin embargo, lo esencial de Pla no lo encontraríamos ni en la originalidad de su adjetivación ni en la pirotecnia de sus adverbios y sí, en cambio, en su sentido de la observación, su facilidad para perorar sobre cualquier cuestión, su acierto en la elección de los ritmos e ingredientes descriptivos y una tendencia a la afirmación categórica tan amena como temeraria. Y, como le ocurre a Pla con muchas de las afirmaciones con las que encabezaba sus artículos, todo acaba siendo discutible y, al final, hay tantas excepciones para cada regla que generalizar se convierte en un pasatiempos.
Por suerte, ni Espinàs ni Puntí han llevado sus antipatías respectivas hasta el límite y ambos se permiten utilizar adjetivos y adverbios. Eso sí: sólo los que son estrictamente necesarios, por decirlo con un adverbio y un adjetivo.
© Sergi Pàmies, La Vanguardia, 12 de març del 2010.
Supongo que Puntí se refiere más al abuso que al uso. En efecto, los adverbios pueden esconder una carga pirotécnica que refuerza más la vanidad del narrador que la efectividad de su relato. Pero cuidado: grandes clásicos de nuestra literatura han practicado el adverbio con cierta alegría. Josep Pla es conocido por, entre otras cosas, soltar adverbios extravagantes. En Pla, que tenía otras virtudes, este ramalazo constituye una anécdota, pero entre los que insisten en imitarle es una plaga (ya lo dijo Picasso: “Bienaventurados mis imitadores porque heredarán mis defectos”). Elijo un artículo de Pla al azar, titulado Vells, incessants records. Primera frase: “És molt possible que Grècia hagi estat el país del solar europeu més ditiràmbicament tractat en el curs dels dies”. Ese “ditiràmbicament”, ¿hay que considerarlo un acto de cobardía? De exhibicionismo, quizá, de no poder resistir la tentación de ponerse estupendo, también. Pero cobardía es una palabra mayor.
Se da la circunstancia de que Pla también es famoso por su uso de los adjetivos. Aplicaba el mismo criterio que con los adverbios: sorprender con calificativos que, en principio, no parecían destinados a según qué sustantivos. Sin embargo, lo esencial de Pla no lo encontraríamos ni en la originalidad de su adjetivación ni en la pirotecnia de sus adverbios y sí, en cambio, en su sentido de la observación, su facilidad para perorar sobre cualquier cuestión, su acierto en la elección de los ritmos e ingredientes descriptivos y una tendencia a la afirmación categórica tan amena como temeraria. Y, como le ocurre a Pla con muchas de las afirmaciones con las que encabezaba sus artículos, todo acaba siendo discutible y, al final, hay tantas excepciones para cada regla que generalizar se convierte en un pasatiempos.
Por suerte, ni Espinàs ni Puntí han llevado sus antipatías respectivas hasta el límite y ambos se permiten utilizar adjetivos y adverbios. Eso sí: sólo los que son estrictamente necesarios, por decirlo con un adverbio y un adjetivo.
© Sergi Pàmies, La Vanguardia, 12 de març del 2010.
7 de març 2010
Una entrevista en «El Periódico»
Jordi Puntí: «Quiero que la gente lo pase bien leyéndome»
Gabriel, un camionero salido de la inclusa que recorre la Europa de los 60 y 70 con su flamante Pegaso 1065. Tiene cuatro hijos que, de repente, dejan de saber de él: Christof en Fráncfort, Christophe en París, Christopher en Londres y Cristòfol en Barcelona. Crecen, se conocen y buscan a ese padre en Maletes perdudes (Empúries / Salamandra), la primera novela de Jordi Puntí.
La misteriosa fotografía de la portada del libro, ¿de dónde ha salido?
De internet. Es una secuencia de fotomatón con un hombre que mira a la cámara, se le congela la sonrisa y desaparece, algo que coincide con la historia de Gabriel. Además, reproduce el ambiente setentero que buscaba: pelo largo, traje y corbata.
Los 70 no tienen mucho encanto...
Mis recuerdos de infancia son de los 70. Pero más que recuperar una época, me he esforzado por vincular objetos y memoria, dar sentido a los objetos que Gabriel hace desaparecer de las mudanzas y regala. Uno de los motivos últimos de esta novela es intentar entender qué es ser hijo único. Cuando no tienes hermanos a menudo juegas solo, y das un sentido a las cosas que te acompañan.
¿Es hijo único?
Lo soy. Los hijos únicos más de una vez se preguntan qué harían si tuviesen un hermano. Los cristòfols del libro descubren que lo tienen. Además han crecido sin padre y necesitan llenar este vacío.
Todas las familias convierten en aventuras míticas su pasado, ¿no?
Los relatos familiares siempre embellecen los hechos. Lo que me interesa más es la idea de aventura. Que el lector sienta empatía con los personajes y los quiera acompañar. De aquí la técnica de la novela: quería explicar a un personaje a través de la gente que lo conoce en cada momento, como espectadores que ven pasar una carrera ciclista. La mirada fascinada de los hijos hace que una vida anodina y a la vez inverosímil pase a ser heroica.
¿Por qué ha tardado tanto en llegar esta novela?
Por inseguridad. Por inexperiencia. Porque tenía otras cosas que hacer. Y porque es un libro muy complejo. Hace falta mucha coordinación para explicar 30 años de vida de 30 personajes en cuatro países.
¿Qué reconocerán los lectores de sus cuentos en la novela?
Una misma mirada moral. Pero encontrarán más inclinación hacia la alegría y el optimismo, hacia el placer de explicar historias. Una apuesta por el instinto fabulador, por explicar historias, inventar personajes y dar un sentido a sus vidas. Lo que quiero es ser leído, que la gente se lo pase bien leyéndome. Nada de trascendencia, o de fijar una obra.
Su libro se publica a la vez en catalán y traducido al castellano. ¿No es la de la literatura catalana traducida en España una batalla perdida?
Es más difícil difundir un libro en castellano dos años después de la publicación en catalán. Salir a la vez suma. Es cierto que hay que luchar contra fuertes prejuicios. Pero creo que este es un libro universal. Transnacional, mejor.
© Ernest Alòs, El Periódico, 23 de febrero del 2010.
Gabriel, un camionero salido de la inclusa que recorre la Europa de los 60 y 70 con su flamante Pegaso 1065. Tiene cuatro hijos que, de repente, dejan de saber de él: Christof en Fráncfort, Christophe en París, Christopher en Londres y Cristòfol en Barcelona. Crecen, se conocen y buscan a ese padre en Maletes perdudes (Empúries / Salamandra), la primera novela de Jordi Puntí.
La misteriosa fotografía de la portada del libro, ¿de dónde ha salido?
De internet. Es una secuencia de fotomatón con un hombre que mira a la cámara, se le congela la sonrisa y desaparece, algo que coincide con la historia de Gabriel. Además, reproduce el ambiente setentero que buscaba: pelo largo, traje y corbata.
Los 70 no tienen mucho encanto...
Mis recuerdos de infancia son de los 70. Pero más que recuperar una época, me he esforzado por vincular objetos y memoria, dar sentido a los objetos que Gabriel hace desaparecer de las mudanzas y regala. Uno de los motivos últimos de esta novela es intentar entender qué es ser hijo único. Cuando no tienes hermanos a menudo juegas solo, y das un sentido a las cosas que te acompañan.
¿Es hijo único?
Lo soy. Los hijos únicos más de una vez se preguntan qué harían si tuviesen un hermano. Los cristòfols del libro descubren que lo tienen. Además han crecido sin padre y necesitan llenar este vacío.
Todas las familias convierten en aventuras míticas su pasado, ¿no?
Los relatos familiares siempre embellecen los hechos. Lo que me interesa más es la idea de aventura. Que el lector sienta empatía con los personajes y los quiera acompañar. De aquí la técnica de la novela: quería explicar a un personaje a través de la gente que lo conoce en cada momento, como espectadores que ven pasar una carrera ciclista. La mirada fascinada de los hijos hace que una vida anodina y a la vez inverosímil pase a ser heroica.
¿Por qué ha tardado tanto en llegar esta novela?
Por inseguridad. Por inexperiencia. Porque tenía otras cosas que hacer. Y porque es un libro muy complejo. Hace falta mucha coordinación para explicar 30 años de vida de 30 personajes en cuatro países.
¿Qué reconocerán los lectores de sus cuentos en la novela?
Una misma mirada moral. Pero encontrarán más inclinación hacia la alegría y el optimismo, hacia el placer de explicar historias. Una apuesta por el instinto fabulador, por explicar historias, inventar personajes y dar un sentido a sus vidas. Lo que quiero es ser leído, que la gente se lo pase bien leyéndome. Nada de trascendencia, o de fijar una obra.
Su libro se publica a la vez en catalán y traducido al castellano. ¿No es la de la literatura catalana traducida en España una batalla perdida?
Es más difícil difundir un libro en castellano dos años después de la publicación en catalán. Salir a la vez suma. Es cierto que hay que luchar contra fuertes prejuicios. Pero creo que este es un libro universal. Transnacional, mejor.
© Ernest Alòs, El Periódico, 23 de febrero del 2010.
4 de març 2010
Una entrevista en 'La Vanguardia'
“MI OBRA ES UNA APUESTA POR LA FABULACIÓN”
La primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967) había despertado expectación desde que en el 2003 ganó la beca de creación literaria Octavi Pellissa. La larga espera ha valido la pena, ya que Maletes perdudes (Empúries; versión castellana en Salamandra) es una obra de gran ambición literaria y planteamiento original. Puntí –cuyos libros de relatos Pell d'armadillo y Animals tristos han sido celebrados por la crítica, traducidos y, el segundo de ellos, llevado al cine– plantea las historias cruzadas de cuatro hermanos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol), hijos de cuatro madres distintas y que viven en Frankfurt, París, Londres y Barcelona. Un día descubren que son hijos de un mismo padre, transportista de mudanzas, y deciden buscarlo. Los derechos de la obra ya han sido vendidos al francés y al alemán.
¿Cómo se le ocurrió esta variación de una novia en cada puerto?
La novela tiene muchos puntos de partida. Por una parte, quería hablar de una persona que estuviera siempre en movimiento. También me interesaba lo que supone ser hijo único, sobre todo cuando eres pequeño. Aquí, casi todos los personajes lo son. Y quería explicar una historia de antihéroes. Se ha hablado mucho de los héroes de la Guerra Civil y del franquismo. Pero la inmensa mayoría de la clase trabajadora estaba atenazada durante la dictadura por múltiples problemas y encarnaban un antifranquismo pasivo.
¿Por qué eligió a los camioneros?
Una vez tuve ocasión de hablar con unos camioneros turcos que hicieron una mudanza desde Alemania hasta aquí. Su trabajo es muy duro. Además, a mí me atraía la idea de que alguien, en pleno franquismo, pudiera salir del país y entrever otros mundos –París, Londres, Frankfurt– que en aquel momento nos parecían más atractivos.
¿Quiso escribir una road movie de aventuras?
Sí, me gusta la idea de las aventuras, que ocurran cosas. La obra es una apuesta por la fabulación. Y también el intento de romper una cierta tendencia de hablar de nosotros. En este sentido, quiere ser un relato transnacional, que sale fuera de nuestras fronteras.
En él cuenta muchas historias. ¿Ha sido difícil ensamblarlas?
Este es el trabajo del novelista. Con los cuentos, empiezas y acabas, y luego los olvidas. Pero aquí he tardado más, por inexperiencia. Me costó el trabajo de encajar y equilibrar las escenas y los personajes. Pero al final hay una mayonesa que lo liga todo, que es la confianza en el instinto fabulador.
A diferencia de los insatisfechos personajes de Animals tristos, los de Maletes perdudes parecen felices.
Es que el libro tiene voluntad de optimismo. Explico unas situaciones que no son fáciles, y una época, los años 50, 60 y 70, también difícil. Pero trato de verlas desde la cara soleada. Y los personajes son felices a su manera.
Da la impresión de que importa más el trayecto que la resolución final.
En efecto, el trayecto es lo más importante. Yo quiero llevar al lector hasta el final. Pero también que se lo pase bien en el viaje: a través del relato de los propios hermanos, del libro inventario de las maletas que roban, del testimonio de las madres... A través del estilo y la manera de explicar, creo que puedes hacer verosímiles las cosas. Cuando escribía tenía en mente a Dickens, a Irving, y también Los hijos de la medianoche de Rushdie. Como se dice en un momento del libro, las vidas, en el momento de vivirlas, no tienen sentido. Se lo damos después, cuando las explicamos. Y la vida de Gabriel, el padre, cobra sentido a partir del relato de todos los que le conocieron.
Pero es una historia de soledades.
Cada hermano, en su solo narrativo, muestra las secuelas y la inseguridad de ser hijo único. El alemán lo realiza en diálogo con un muñeco de ventrílocuo: es la no aceptación de la soledad, el amigo invisible que le permite rebelarse sin ser él mismo.
Las maletas sustraídas de las mudanzas contienen objetos personales que conservan el pasado, “reliquias que nos protegen del olvido”, escribe.
Cuando creces solo, juegas más en solitario. Y los objetos adquieren una vida animada que te ayuda mucho. Hay muchas cosas que acaban cargadas de sentimiento o de sentido y que te resistes a tirar. La apropiación de objetos por parte de mis protagonistas es una manera de usurpar vidas. Una forma de quedarte la carga sentimental de aquel objeto.
A través de los hermanos transnacionales retrata las distintas ciudades en momentos importantes de aquellos años.
Me propuse explicar la diferencia entre lo que ocurría aquí y lo que pasaba fuera. Los hermanos vivieron realidades muy diferentes al mismo tiempo.
Al igual que en sus cuentos, ¿ha buscado aquí el costumbrismo moral?
Sí. Especialmente en la parte dedicada a Barcelona, donde se recrea la vida de los años setenta aquí.
© Rosa M. Piñol, en La Vanguardia, 23 de febrero del 2010.
La primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967) había despertado expectación desde que en el 2003 ganó la beca de creación literaria Octavi Pellissa. La larga espera ha valido la pena, ya que Maletes perdudes (Empúries; versión castellana en Salamandra) es una obra de gran ambición literaria y planteamiento original. Puntí –cuyos libros de relatos Pell d'armadillo y Animals tristos han sido celebrados por la crítica, traducidos y, el segundo de ellos, llevado al cine– plantea las historias cruzadas de cuatro hermanos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol), hijos de cuatro madres distintas y que viven en Frankfurt, París, Londres y Barcelona. Un día descubren que son hijos de un mismo padre, transportista de mudanzas, y deciden buscarlo. Los derechos de la obra ya han sido vendidos al francés y al alemán.
¿Cómo se le ocurrió esta variación de una novia en cada puerto?
La novela tiene muchos puntos de partida. Por una parte, quería hablar de una persona que estuviera siempre en movimiento. También me interesaba lo que supone ser hijo único, sobre todo cuando eres pequeño. Aquí, casi todos los personajes lo son. Y quería explicar una historia de antihéroes. Se ha hablado mucho de los héroes de la Guerra Civil y del franquismo. Pero la inmensa mayoría de la clase trabajadora estaba atenazada durante la dictadura por múltiples problemas y encarnaban un antifranquismo pasivo.
¿Por qué eligió a los camioneros?
Una vez tuve ocasión de hablar con unos camioneros turcos que hicieron una mudanza desde Alemania hasta aquí. Su trabajo es muy duro. Además, a mí me atraía la idea de que alguien, en pleno franquismo, pudiera salir del país y entrever otros mundos –París, Londres, Frankfurt– que en aquel momento nos parecían más atractivos.
¿Quiso escribir una road movie de aventuras?
Sí, me gusta la idea de las aventuras, que ocurran cosas. La obra es una apuesta por la fabulación. Y también el intento de romper una cierta tendencia de hablar de nosotros. En este sentido, quiere ser un relato transnacional, que sale fuera de nuestras fronteras.
En él cuenta muchas historias. ¿Ha sido difícil ensamblarlas?
Este es el trabajo del novelista. Con los cuentos, empiezas y acabas, y luego los olvidas. Pero aquí he tardado más, por inexperiencia. Me costó el trabajo de encajar y equilibrar las escenas y los personajes. Pero al final hay una mayonesa que lo liga todo, que es la confianza en el instinto fabulador.
A diferencia de los insatisfechos personajes de Animals tristos, los de Maletes perdudes parecen felices.
Es que el libro tiene voluntad de optimismo. Explico unas situaciones que no son fáciles, y una época, los años 50, 60 y 70, también difícil. Pero trato de verlas desde la cara soleada. Y los personajes son felices a su manera.
Da la impresión de que importa más el trayecto que la resolución final.
En efecto, el trayecto es lo más importante. Yo quiero llevar al lector hasta el final. Pero también que se lo pase bien en el viaje: a través del relato de los propios hermanos, del libro inventario de las maletas que roban, del testimonio de las madres... A través del estilo y la manera de explicar, creo que puedes hacer verosímiles las cosas. Cuando escribía tenía en mente a Dickens, a Irving, y también Los hijos de la medianoche de Rushdie. Como se dice en un momento del libro, las vidas, en el momento de vivirlas, no tienen sentido. Se lo damos después, cuando las explicamos. Y la vida de Gabriel, el padre, cobra sentido a partir del relato de todos los que le conocieron.
Pero es una historia de soledades.
Cada hermano, en su solo narrativo, muestra las secuelas y la inseguridad de ser hijo único. El alemán lo realiza en diálogo con un muñeco de ventrílocuo: es la no aceptación de la soledad, el amigo invisible que le permite rebelarse sin ser él mismo.
Las maletas sustraídas de las mudanzas contienen objetos personales que conservan el pasado, “reliquias que nos protegen del olvido”, escribe.
Cuando creces solo, juegas más en solitario. Y los objetos adquieren una vida animada que te ayuda mucho. Hay muchas cosas que acaban cargadas de sentimiento o de sentido y que te resistes a tirar. La apropiación de objetos por parte de mis protagonistas es una manera de usurpar vidas. Una forma de quedarte la carga sentimental de aquel objeto.
A través de los hermanos transnacionales retrata las distintas ciudades en momentos importantes de aquellos años.
Me propuse explicar la diferencia entre lo que ocurría aquí y lo que pasaba fuera. Los hermanos vivieron realidades muy diferentes al mismo tiempo.
Al igual que en sus cuentos, ¿ha buscado aquí el costumbrismo moral?
Sí. Especialmente en la parte dedicada a Barcelona, donde se recrea la vida de los años setenta aquí.
© Rosa M. Piñol, en La Vanguardia, 23 de febrero del 2010.
3 de març 2010
'La mejor prosa del momento', por Vicenç Pagès Jordà
[Una reseña en El Periódico]
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es autor de las recopilaciones Pell d’armadillo (1998) y Animals tristos (2002) [traducción al castellano en Salamandra: Piel de armadillo y Animales tristes], formadas por cuentos minuciosos que se leen sin dificultades y que han recibido críticas elogiosas, han sido traducidos y llevados a la gran pantalla. Hacía años, pues, que se esperaba el paso de este autor a la novela, sobre todo porque había trascendido que estaba escribiendo una obra ambiciosa, que finalmente ha visto la luz. La espera ha merecido la pena porque Maletes perdudes es una combinación armoniosa de imaginación, estructura y lengua. La historia del camionero que tiene cuatro hijos repartidos por Europa incluye aspectos rocambolescos y una intervención del azar que solo un arquitecto atento a los menores detalles, y armado con un lenguaje lleno de naturalidad, podía hacer convincentes.
LOS ESCENARIOS / Del Mayo del 68 al Londres del aborto, del Boccaccio al aeropuerto de El Prat, de la Casa de Caritat al paseo de la Bonanova, el lector se deja llevar en un viaje a través del tiempo y del espacio como en las mejores novelas clásicas –solo que esta es a la vez familiar, introspectiva y de aventuras–. Con un control férreo del engranaje narrativo, Puntí cambia de narrador, avanza y retrocede en el tiempo, anticipa u oculta datos, organiza secuencias, disemina pistas falsas y planifica elipsis para mayor goce de un lector que se deja llevar por el juego dilatorio, ya que enseguida acepta que si el camino es lo bastante atractivo, no hay prisa para llegar al final. Y Puntí ha preparado un camino lleno de cajas de sorpresas, de amistades y de familias que se abren como un acordeón. Con un juego de espejos estilo Ciudadano Kane, revivimos la biografía del protagonista, una mezcla entre Bartleby y Wakefield, seductor pasivo, padre involuntario y solitario de vocación.
El único defecto que he encontrado en Maletes perdudes es el mismo que le encuentro a la narrativa de Pere Calders: un exceso de bondad indolente. A excepción de algunos personajes unidimensionalmente malvados, el resto son tan tiernos, comunicativos y bien intencionados que la trama tiene que avanzar a copia de accidentes (de tráfico, de aviación). En una época en que ficción y perversión tienden a confundirse, en que las novelas están pobladas por todo tipo de crímenes abominables, Jordi Puntí apuesta por una línea clara personalísima, sin problemas laborales, ni convivenciales, ni sexuales, ni mentales. Incluso la prostitución, el suicidio, el robo o los embarazos no deseados revelan facetas simpáticas. Es su opción y, lejana o próxima, logra que sea verosímil.
«Estas páginas no albergarán gestas ni epopeyas grandilocuentes», leemos en el quinto capítulo. En compensación, nos dejan una serie de escenas memorables: la descripción detallada de una casa de huéspedes barcelonesa de los 50, la imagen congelada de un niño que sale a la calle y chuta una bola del mundo con furia simbólica, el momento en que una señora sale reculando del armario del vecino. Entre el movimiento perpetuo de los transportes de mudanzas, y el gesto petrificado de los animales disecados que presiden la casa donde viven los transportistas, Jordi Puntí nos ha regalado unos centenares de páginas con la mejor prosa del momento.
© Vicenç Pagès Jordà, El Periódico, 17 de febrero del 2010.
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es autor de las recopilaciones Pell d’armadillo (1998) y Animals tristos (2002) [traducción al castellano en Salamandra: Piel de armadillo y Animales tristes], formadas por cuentos minuciosos que se leen sin dificultades y que han recibido críticas elogiosas, han sido traducidos y llevados a la gran pantalla. Hacía años, pues, que se esperaba el paso de este autor a la novela, sobre todo porque había trascendido que estaba escribiendo una obra ambiciosa, que finalmente ha visto la luz. La espera ha merecido la pena porque Maletes perdudes es una combinación armoniosa de imaginación, estructura y lengua. La historia del camionero que tiene cuatro hijos repartidos por Europa incluye aspectos rocambolescos y una intervención del azar que solo un arquitecto atento a los menores detalles, y armado con un lenguaje lleno de naturalidad, podía hacer convincentes.
LOS ESCENARIOS / Del Mayo del 68 al Londres del aborto, del Boccaccio al aeropuerto de El Prat, de la Casa de Caritat al paseo de la Bonanova, el lector se deja llevar en un viaje a través del tiempo y del espacio como en las mejores novelas clásicas –solo que esta es a la vez familiar, introspectiva y de aventuras–. Con un control férreo del engranaje narrativo, Puntí cambia de narrador, avanza y retrocede en el tiempo, anticipa u oculta datos, organiza secuencias, disemina pistas falsas y planifica elipsis para mayor goce de un lector que se deja llevar por el juego dilatorio, ya que enseguida acepta que si el camino es lo bastante atractivo, no hay prisa para llegar al final. Y Puntí ha preparado un camino lleno de cajas de sorpresas, de amistades y de familias que se abren como un acordeón. Con un juego de espejos estilo Ciudadano Kane, revivimos la biografía del protagonista, una mezcla entre Bartleby y Wakefield, seductor pasivo, padre involuntario y solitario de vocación.
El único defecto que he encontrado en Maletes perdudes es el mismo que le encuentro a la narrativa de Pere Calders: un exceso de bondad indolente. A excepción de algunos personajes unidimensionalmente malvados, el resto son tan tiernos, comunicativos y bien intencionados que la trama tiene que avanzar a copia de accidentes (de tráfico, de aviación). En una época en que ficción y perversión tienden a confundirse, en que las novelas están pobladas por todo tipo de crímenes abominables, Jordi Puntí apuesta por una línea clara personalísima, sin problemas laborales, ni convivenciales, ni sexuales, ni mentales. Incluso la prostitución, el suicidio, el robo o los embarazos no deseados revelan facetas simpáticas. Es su opción y, lejana o próxima, logra que sea verosímil.
«Estas páginas no albergarán gestas ni epopeyas grandilocuentes», leemos en el quinto capítulo. En compensación, nos dejan una serie de escenas memorables: la descripción detallada de una casa de huéspedes barcelonesa de los 50, la imagen congelada de un niño que sale a la calle y chuta una bola del mundo con furia simbólica, el momento en que una señora sale reculando del armario del vecino. Entre el movimiento perpetuo de los transportes de mudanzas, y el gesto petrificado de los animales disecados que presiden la casa donde viven los transportistas, Jordi Puntí nos ha regalado unos centenares de páginas con la mejor prosa del momento.
© Vicenç Pagès Jordà, El Periódico, 17 de febrero del 2010.
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