[Resseña publicada en el suplemento ‘Cultura/s’ de La Vanguardia]
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es, de los autores de su edad, el que mejor lleva la vida de escritor. Ha publicado tres libros en doce años, recibidos con gran expectación. En seguida ha conectado con el público y ha encarrilado una trayectoria en castellano.Haviajadoypasado temporadas largas en el extranjero. Ha sido editor. Se ha dedicado al periodismo, sin dejarse absorber por el día a día de la profesión. Y ha pasado ocho años escribiendo la novela Maletes perdudes, un ambicioso relato sobre el azar y el destino, construido a partir de una historia muy original. Cuatro hermanos –Cristof, Cristophe, Christopher y Cristòfol– se conjuran para encontrar el rastro de su padre: Gabriel Delacruz Expósito, que desde la mitad de la década de los sesenta y en los primeros setenta trabajaba en una empresa de mudanzas internacionales. Fruto de estos viajes, los cuatro hijos, de distintas madres. Se citan en el último domicilio conocido de Gabriel y salen en su busca. ¿Qué ha sido de él (hace más de treinta años que no le ven)? ¿Por qué desapareció de pronto? ¿Cuál es la razón de su extraño comportamiento? Afirman los Cristòfols, en laparte final de la novela, que sufren el síndrome del Pacífico Sur (el opuesto del síndrome de Estocolmo): devoción a la persona que los abandonó. Gracias al amor incondicional que sienten por la figura paterna, se conocen (que no se conocían), ponen en común sus recuerdos y, en el momento decisivo, intervienen para cambiar el curso de la historia.
Puntí es un muy hábil componiendo ambientes, atando tramas, buscando expresiones que dejan clavado un gesto, una situación o un estado de ánimo. Muy pronto el lector se da cuenta de que no debe exigirle a la narración una estricta coherencia realista: nos movemos en un mundo idealizado, un mundo de imágenes que forman parte de nuestra memoria literaria o visual. Por ejemplo, cuando se relata la infancia de Gabriel en la Casa de Caritat (la madre lo abandonó en un portal, en el Mercat del Born), parece sacada de una novela de Dickens, vista en el teatro, en el cine o en un musical. Cuando el camión empieza a rodar por Europa, toma un aire fantasioso. Asistimos a una recreación de los ambientes izquierdistas de Frankfurt, de la psicodelia británicay del Mayo del 68, en episodios escritos desde la distancia, con ironía.
Son los cuentos de hadas que los de la generación de Puntí han oído una y otra vez desde pequeños. Y como tal se retratan en Maletes perdudes. El trío de protagonistas que comparten la cabina del Pegaso tienen entidad más allá de su caracterización como personajes de Pulcarcito o Tío Vivo. GabrielyBundó provienen los dos de la Casa de Caritat y son almas gemelas: desarraigados puros. Bundó busca el amor con una chica que conoce en un prostíbulo, mientras que Gabriel, seductor pasivo, se deja llevar por los vientos de la historia europea que, en la época de sus viajes, soplan libertad sexual y poco rigor anticonceptivo. El tercero, Petroli, es también entrañable: se dedica a buscar las casas de españoles en Europa, para sentirse acompañado (ninguno de los tres habla lenguas) y ligar.
La relación entre los transportistas, los vaivenes en busca de la estabilidad emocional de Bundó, mantienen el interés más allá de los enredos y bifurcaciones de la trama. En la segunda parte, Puntí abandona el tono de comediapsicoanalítica, y despliega de manera costumbrista la historia del nacimiento del cuarto y último hijo, el Cristòfol catalán. Lo hace mediante una elipsis larguísima, con un registro de esperpento, llevando hasta el límite el juego de identidades y casualidades, en una especie de literatura champán que embriaga sobre todo a su autor. Puntí se gusta. Si en la primera parte la historia está contada con un aire ingenuo a lo Amélie, en la segunda es el estilo de los hermanos Fesser más bufonescos y tragicómicos. Da la sensación que el deseo de escribir una novela contundente, una novela larga, le jugará una mala pasada. Pero en seguida se saca de la manga una serie de paseos fantasmales por Barcelona (Via Favència, Turó de la Peira) que devuelven la gravedad al relato (están muy bien, como, en la primera parte, la descripción del entorno desfibrado de la calle Nàpols donde vive el padre).
Al final la acción pasa al presente y se resuelve de un modo inesperado en la forma y previsible en el fondo: hemos asistido a una fábula sobre el sentimiento de orfandad, la extranjería, la soledad del vivir contemporáneo. Todas las cuitas de los cuatro Cristòfols (y la bondad de las madres, que se mantienen al margen: en el mundo real se sacarían los ojos) va dirigida a dar a la historia un final feliz, en el que todo el mundo acepta la manera de ser de Gabriel, se restablecen (ni que sea provisionalmente) los vínculos y se encajan las piezas del mundo antiheroico.
Uno de los motivos recurrentes del relato son los objetos perdidos. De cada uno de sus viajes, Gabriel, Bundó y Petroli sustraen un bulto, anotan su contenido y se lo reparten, en un ritual que les sirve para intentar borrar su condición de desposeídos. Rita, la madre catalana, trabaja en la oficina de equipajes extraviados del aeropuerto del Prat. Gracias a un ritual similar (junto a tres empleados de la limpieza de la terminal se reparten objetos de las maletas no reclamadas) se produce el último encuentro fértil de Gabriel. Estos objetos (a los que se añade la cabina destrozada del Pegaso que Cristof encuentra en un cementerio de camiones a las afueras de Kassel) son talismanes que concentran la vida emocional de los protagonistas, maletas sin amo.
© Julià Guillamon, La Vanguardia, 24 de febrero del 2010.
3 d’abr. 2010
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