[Reseña aparecida en el suplemento ‘El Cultural’ de El mundo]
El escritor catalán Jordi Puntí (1967) tenía ganado, gracias a un par de volúmenes anteriores, un bien merecido crédito como autor de cuentos. Con Maletas perdidas se ha internado en la más compleja estructura de la novela larga, y lo ha hecho con enorme fortuna, porque ha aprovechado su capacidad para el relato breve y la anécdota y, sin renunciar a estos rasgos, los ha englobado en una unidad superior que agrupa lo diverso y le da sentido. Porque Maletas perdidas puede entenderse como una suma de narraciones complementarias orientadas en la misma dirección: reconstruir la vida del desaparecido Gabriel Delacruz, empleado durante más de veinte años de una empresa de transportes catalana para realizar mudanzas por varios países de Europa. De sus encuentros ocasionales con distintas mujeres, Gabriel ha dejado cuatro hijos en otras tantas ciudades europeas: París, Londres, Francfort y Barcelona. Todos responden al mismo nombre de pila –Cristóbal– en sus diversas modalidades idiomáticas.
Todos tienen el recuerdo de aquel padre fugaz y evasivo –que aparecía muy de tarde en tarde por casa según el azar de los viajes– transmitido por sus respectivas madres, y cuando, pasado el tiempo, deciden reunirse y conocerse, acuerdan sumar sus conocimientos, indagaciones y noticias para recomponer la figura del padre y, si es posible, dar con él. Esta reconstrucción, que tiene mucho de búsqueda detectivesca, de análisis de pistas y huellas borrosas, es la que permite sumar armónicamente versiones parciales de los hechos, testimonios de procedencia dispar, sucesos que podrían dar lugar a relatos independientes, como la historia de Rita y sus padres, la de Bundó y su amor francés, el episodio de Anna en el ferry de Dover, la historia de Petroli y otras, que enriquecen la novela y le proporcionan variedad, a la vez que permiten añadir oportunos toques acerca de la vida europea de la posguerra. Si se acepta, en virtud de un pacto narrativo implícito, el punto de partida –el hermano que busca a los demás y el empeño común que acaba por unirlos–, el desarrollo de la historia es impecable, está repleto de imaginación y saca al lector de sus casillas (que es lo mejor que puede hacer una novela) para introducirlo en un mundo donde los personajes no son muñecos, sino figuras humanas de profundo calado sentimental: el distante señor Casellas, la maternal señora Rifà, la dubitante Carolina, Petroli, Bundó, Rita, con su conmovedora creación de tía Matilde e impulsada por la búsqueda del hombre ideal, y algunos otros tipos son ejemplos de cómo seres anodinos y sin relieve pueden convertirse en individuos interesantes con vida propia. Todo esto prueba que Maletas perdidas es una excelente novela, de las que no abundan, y que Jordi Puntí no debe ser considerado, sin más, un buen autor de cuentos, sino que tiene el talento suficiente para abordar con ventaja cualquier historia larga.
No conozco la versión catalana de la novela. En esta traducción se advierten errores de concordancia (“el cataplasma”, p. 48; “las miles de horas”, p. 354; “las antípodas”, p. 424), algún uso equivocado (“palidecer” con valor transitivo, p. 20), junto a ciertos anglicismos de moda (“punto de no retorno”, p. 209); “¿sabes qué?” [por '¿sabes una cosa'?], pp. 236, 389). También convendría podar algunos catalanismos y “falsos amigos”: “aguantar” por ‘sostener, sujetar' (pp. 257, 340, 354), la forma interjectiva “¡va!” por ‘¡venga, vamos!' (pp. 207, 249) o fórmulas como “no sufras” por ‘no te preocupes' (p. 259). Nada, en suma, que no pueda corregirse con facilidad (aunque debió hacerse en su momento). Lo importante es que nos encontramos ante una novela destacable por méritos auténticos; algo que no puede diagnosticarse con justicia todas las semanas.
© Ricardo Senabre, ‘El Cultural’, El Mundo, 2 de abril del 2010.
3 d’abr. 2010
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