[Una reseña en El Periódico]
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es autor de las recopilaciones Pell d’armadillo (1998) y Animals tristos (2002) [traducción al castellano en Salamandra: Piel de armadillo y Animales tristes], formadas por cuentos minuciosos que se leen sin dificultades y que han recibido críticas elogiosas, han sido traducidos y llevados a la gran pantalla. Hacía años, pues, que se esperaba el paso de este autor a la novela, sobre todo porque había trascendido que estaba escribiendo una obra ambiciosa, que finalmente ha visto la luz. La espera ha merecido la pena porque Maletes perdudes es una combinación armoniosa de imaginación, estructura y lengua. La historia del camionero que tiene cuatro hijos repartidos por Europa incluye aspectos rocambolescos y una intervención del azar que solo un arquitecto atento a los menores detalles, y armado con un lenguaje lleno de naturalidad, podía hacer convincentes.
LOS ESCENARIOS / Del Mayo del 68 al Londres del aborto, del Boccaccio al aeropuerto de El Prat, de la Casa de Caritat al paseo de la Bonanova, el lector se deja llevar en un viaje a través del tiempo y del espacio como en las mejores novelas clásicas –solo que esta es a la vez familiar, introspectiva y de aventuras–. Con un control férreo del engranaje narrativo, Puntí cambia de narrador, avanza y retrocede en el tiempo, anticipa u oculta datos, organiza secuencias, disemina pistas falsas y planifica elipsis para mayor goce de un lector que se deja llevar por el juego dilatorio, ya que enseguida acepta que si el camino es lo bastante atractivo, no hay prisa para llegar al final. Y Puntí ha preparado un camino lleno de cajas de sorpresas, de amistades y de familias que se abren como un acordeón. Con un juego de espejos estilo Ciudadano Kane, revivimos la biografía del protagonista, una mezcla entre Bartleby y Wakefield, seductor pasivo, padre involuntario y solitario de vocación.
El único defecto que he encontrado en Maletes perdudes es el mismo que le encuentro a la narrativa de Pere Calders: un exceso de bondad indolente. A excepción de algunos personajes unidimensionalmente malvados, el resto son tan tiernos, comunicativos y bien intencionados que la trama tiene que avanzar a copia de accidentes (de tráfico, de aviación). En una época en que ficción y perversión tienden a confundirse, en que las novelas están pobladas por todo tipo de crímenes abominables, Jordi Puntí apuesta por una línea clara personalísima, sin problemas laborales, ni convivenciales, ni sexuales, ni mentales. Incluso la prostitución, el suicidio, el robo o los embarazos no deseados revelan facetas simpáticas. Es su opción y, lejana o próxima, logra que sea verosímil.
«Estas páginas no albergarán gestas ni epopeyas grandilocuentes», leemos en el quinto capítulo. En compensación, nos dejan una serie de escenas memorables: la descripción detallada de una casa de huéspedes barcelonesa de los 50, la imagen congelada de un niño que sale a la calle y chuta una bola del mundo con furia simbólica, el momento en que una señora sale reculando del armario del vecino. Entre el movimiento perpetuo de los transportes de mudanzas, y el gesto petrificado de los animales disecados que presiden la casa donde viven los transportistas, Jordi Puntí nos ha regalado unos centenares de páginas con la mejor prosa del momento.
© Vicenç Pagès Jordà, El Periódico, 17 de febrero del 2010.
3 de març 2010
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