[Reseña en ‘Babelia’, El País]
Lees y presencias una despedida. En la cocina desayunan un niño y sus padres. Amanece. Después se escucha un claxon. Bundó y Petroli, los amigos y compañeros del padre saludan desde la cabina del camión ¿o sólo lo hace él cuando el Pegaso se pone en marcha? Conducen un camión de mudanzas con itinerario europeo. Pienso en esa imagen que la lectura me devuelve. Una familia despidiéndose. La madre, el padre y el niño. Pero el narrador señala edades: entre los tres y los siete años. Me he equivocado. Vuelvo a leer. La madre regresa a la cama con su hijo. El padre ya ha dicho adiós. Todos tenemos el mismo recuerdo. Eso dicen los cuatro. ¿Qué cuatro? Los cuatro hermanos que veintitantos años después se conocerán y reconocerán y juntos intentarán averiguar qué ha pasado con su padre. El mismo para todos. También los mismos cuentos, la misma mirada, el mismo adiós. Los hijos: Christof (Francfort), Christopher (Londres), Christophe (París) y Cristòfol (Barcelona). El recuerdo del Pegaso con Bundó y Petroli en la cabina para los tres primeros. Gabriel Delacruz se llama el padre. Sigrun, Mireille, Sarah y Rita, las respectivas madres.
Apenas empieza esta estupenda novela de Jordi Puntí (Manlleu, Barcelona, 1967) y ya se ha instalado el deseo de despejar las brumas de una desaparición o de una huida. Confieso admiración por la recuperación de hechos nimios que nos llevan de un lugar a otro, de unos brazos a otros abrazos; también curiosidad por el hallazgo de vestigios que calladamente se van incorporando al recuerdo y por la suma de detalles que parecen insignificantes pero que refuerzan memoria. En Maletas perdidas se recompone el tejido del tiempo con escenas resplandecientes y quien lee habita la novela de manera apasionada. Hay una transparente naturalidad en ir de aquí para allá en la historia que es una y tantas. Estoy en los años cuarenta: niños en la Casa de la Caridad. Hijos de represaliados. Gabriel abandonado, el mercado del Borne. Leche que se amamanta y que huele a bacalao. Escritura en el orfanato. Imágenes. Llego a los sesenta y setenta, donde se desarrolla gran parte de la novela. El enigmático Gabriel, el bondadoso y afable Bundó (siento debilidad por Bundó), el pragmático Petroli. Viajes, pensiones, casas donde se desbaratan muebles para su traslado. Vidas nómadas, pero rutinarias y sosegadas en su ajetreo de miles de kilómetros. Mayo Francés, canciones en las casas de españoles en Alemania, barrios obreros en Londres y el hervidero de una Barcelona desatándose de ligaduras. Y la voz que narra que no es una sino cuatro, hablándole a esta lectora que sabe sin saber, desconcertada al no tener siempre la certeza de cuál de los cuatro cristóbales habla. Son hijos buscando sin melancolía, demasiado jóvenes para añorar, y aunque se trate de personajes trascendentes, póquer de ases de un avezado jugador (Gabriel Delacruz y el propio escritor), el auténtico protagonismo está en Gabriel, Petroli y Bundó. Como si fueran cómicos representando una y otra vez la misma obra, pero con esa profesionalidad del que sabe hacer de cada mudanza una función distinta. Por eso Puntí, ¡qué bien lo ha contado!, ha decidido abrir maletas y cajas de mudanzas para descubrir lo que contienen y así internarse en nuevos caminos. Porque cerrarlas, el protagonista buscado lo sabe, es sufrir aluminosis en el recuerdo y necesidad de apuntalarlo. Maletas perdidas es apasionante. No se la pierdan.
© María José Obiol, ‘Babelia’, El País, 13 de marzo del 2010.
17 de març 2010
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