[Reseña en el suplemento catalán ‘Quadern’, de El País]
Con los conjuntos de relatos Pell d’armadillo (1998) [Piel de armadillo, Salamandra, 2001] y Animals tristos (2002) [Animales tristes, Salamandra, 2004], Jordi Puntí (Manlleu, 1967) asentaba una prosa caracterizada por la nitidez y por la capacidad de subrayar las fracturas de la cotidianidad. A través de una elaborada economía formal esos dos libros materializaban un efecto de diorama, en que el lector, llevado por los movimientos más sutiles de las proverbiales inercias domésticas, poco a poco descubría que se hallaba en el corazón de alguno de los bucles capitales de la existencia humana: la soledad, el desnivel entre expectativas y realidad prosaica, o el reconocimiento sereno de la imposibilidad de transformar nada.
En un arco de renovación expresiva tensado primordialmente por Pere Guixà, Francesc Serés y el propio Puntí, aparece ahora Maletes perdudes (en castellano, Maletas perdidas, en Salamandra), la primera novela de este autor, una obra extensa e intensa, pausada y frenética, ampliación apoteósica y refinamiento sobrio de los atributos narrativos ya apuntados en los dos libros de cuentos.
Maletes perdudes. Imaginemos un John Cheever sin el ácido del sarcasmo, un hálito de la gradual conquista de los espacios vacíos y la nada que Pierre Michon ensaya en Vidas minúsculas, una sombra de la vivisección fría e impersonal que Georges Perec expone en Las cosas…, imaginemos todas estas referencias y comprenderemos parte de los elementos que alientan esta monumental novela-río, que con una estructura compositiva muy bien trabada permite que la mayoría de capítulos tengan autonomía narrativa sin que por eso vean comprometida su funcionalidad orgánica a la hora de tejer la trama general de la obra.
Desde el inicio de la novela se hace explícito un ejercicio de prestidigitación con toques de dramaturgia novelesca: cuatro hermanos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol), hijos de madres diferentes —nacidos en Frankfurt, París, Londres y Barcelona respectivamente—, buscan a su padre, Gabriel Delacruz Expósito, a quien no ven desde hace tres décadas y a quien la policía da por oficialmente desaparecido. Con un tránsito narrativo asociable al juego de las muñecas rusas, los cuatro hermanos se conocen en el piso barcelonés de su padre, donde han sido convocados.
En una articulación de voces que deriva hacia un barroco muy ágil, con constantes cambios de perspectiva, cada uno de los hermanos presenta su singladura particular, y todo bajo la poderosa influencia de un padre errático, que apenas estuvo a su lado cuando ellos eran pequeños. A partir de aquí, por medio de una estructura de aluvión que permite encajar los hechos hasta adoptar un viraje detectivesco en la segunda parte de la novela, los cuatro cristóbales intensifican un azar lógico y, para reconstruir los avatares de un padre agigantado por el escapismo, presentan sus vidas en una cadena de accidentes razonables. Gabriel, trabajador de la compañía de mudanzas internacionales La Ibérica, recorrió —al lado de sus entrañables amigos Bundó i Petroli— la luminosa Europa en plena noche franquista.
Con un celo extremo para no caer en la afectación ni robar emociones al lector, la novela narra la soledad, la orfandad, la plenitud vital y una alegría contrastada por el desarraigo que sufren una galería de inmigrantes españoles por todo Europa que hacen pensar en el volumen moral de la magnífica serie titulada Els castellans, que este escritor publicó no hace mucho en la revista L’Avenç.
En un incesante juego de manos narrativo que alterna simulaciones, confusiones, simetrías, cambios de nombre, imágenes reduplicadas en el espejo, tías imaginarias, ventriloquía y orientación coral, los personajes se multiplican desde su propio interior y, a través de la riqueza equívoca de unas voces deliberadamente ambiguas, se construye el fantasma preciso de Gabriel, admirable mezcla de alivio cómico, tragedia y metáfora especular del ciudadano medio de la posguerra.
En una prodigiosa catenaria narrativa, las imágenes se textualizan y la novela se aploma en objetos que tienen la propiedad de capturar la esencia de la vida: un viejo Pegaso, una carta con el as de corazones, un colibrí disecado, una maleta de cartón, una peluca, o un cuaderno de robos cubierto por la nieve.
Retrato sociológico del franquismo, equilibrio entre dolor y felicidad, magia natural nacida del malabarismo técnico, búsqueda de los orígenes, control y pasión, ensalzamiento de la condición del lector, libro de riqueza poliédrica, Maletes perdudes funda una mitología, una saga de nuestra memoria desvanecida, un perdurable catálogo literario de seres y estares, de huídas y capturas, de ambigüedades y certezas conquistadas desde una literatura insobornable.
© Lluís Muntada, ‘Quadern’, El País, 4 de marzo del 2010. [Traducción del catalán de J.P.]
17 de març 2010
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