Jordi Puntí (Manlleu, 1967) brinca del cuento a la novela en Maletas perdidas (Salamandra). Pero el salto data de hace ocho años, tal es el tiempo fatigado en una obra espléndida que ha engatusado a lectores y críticos. Puntí da fe de la dificultad de la escritura de larga distancia, ironiza sobre las efusiones de Sant Jordi y recela de los grupos literarios organizados.
PREGUNTA: ¿A quién regalará hoy una rosa y Maletas perdidas?
RESPUESTA: Una rosa a mi chica, y Maletas perdidas a mi primo venezolano.
P: ¿Qué es Sant Jordi?
R: Es el día del Libro y en algunos casos coincide que además el libro es literario.
P: ¿Se leen los libros que se compran en Sant Jordi o sólo se regalan?
R: Habrá de todo, supongo. El día siguiente, el 24, da gusto viajar en metro porque todo el mundo está leyendo. Parece otro país. La lástima es que cuando terminan el libro regalado, muchos no compren otro. Es como si dijeran (voz de alivio): “Bueno, ya está leído, ahora hasta el año siguiente”.
P: ¿Se plantea exigir un compromiso de lectura al dedicar el ejemplar?
R: Me conformo con que lean las primeras 20 páginas y se metan en la historia. Luego los cristóbales, los cuatro hermanos narradores, echan el resto.
P: Le robo la pregunta a un gran cuentista (Borges) para un excuentista reconvertido a la novela: ¿a qué fatigarse?
R: No crea, a veces lo que fatiga es podar y podar las historias para que el cuento quede esbelto. Esta vez me apetecía dejar que las ramas fueran creciendo, para andarme luego por ellas sin peligro de caer.
P: ¿Por qué el perezoso lector español no lee cuentos y sí novelas?
R: Por tradición, diría. O porque se publican más novelas que cuentos. O porque el tópico dice que los cuentos no venden y la mayoría de editores no se arriesgan a comprobarlo.
P: Tardó ocho años en escribir el libro... ¿No se acababa de llenar la maleta o más bien hubo que apretar para cerrarla?
R: No se cerraba, no. Aunque fuese un modelo king size, no había forma de que entrara todo lo que quería contar. Al final incluso algún personaje se quedó fuera, pero no pasa nada. Habrá más viajes.
P: ¿Piensa impacientarnos otros ocho años?
R: Espero que no, más que nada por mi salud mental. Es cierto que cada historia tiene su ritmo, pero en esta primera novela estuve un poco inseguro. Además, la contaban cuatro narradores al mismo tiempo, y alimentar cuatro bocas lleva mucho trabajo.
P: Cuatro hermanastros persiguen la memoria de un padre desaparecido y nómada. ¿Qué buscan en realidad?
R: Los cristóbales buscan a su padre para capturar el pasado y así entender quiénes son. Poco a poco, la necesidad se convierte en un recreo. Las horas que no jugaron juntos porque no se conocían, las recuperan ahora: los hermanos investigan, se disfrazan, espían, cantan, roban...
P: ¿Es Maletas perdidas una de aventuras?
R: Sí. Me gustaba la idea de situar a mis camioneros en una especie de novela de caballerías: el caballero subía al caballo y salía a la aventura por tierras extrañas. Mis personajes suben al Pegaso -un caballo alado-, cruzan la frontera y les suceden cosas curiosas. El movimiento siempre genera aventura.
P: ¿Ocurren pocas cosas en la literatura española de hoy?
R: ¿Ocurren pocas cosas? Nunca lo había pensado. Quizá el problema es que se está disociando la forma y el contenido. Las novelas donde ocurren cosas descuidan el estilo, mientras que las que se preocupan por la forma se obsesionan en sorprender e innovar y pierden pie con la realidad.
P: Creo que no le entusiasma la experimentación de la nueva vanguardia nocillista.
R: Hombre, no se puede generalizar y además no los he leído a todos. Me ha divertido alguna de sus novelas, pero desconfío de los grupos organizados, porque siempre esconden a algún impostor que se aprovecha del asunto. Ah, y yo no lo llamaría vanguardia.
P: ¿Es el eBook el dragón que amenaza al Sant Jordi del futuro inmediato?
R: Si las profecías se cumplen, Sant Jordi será una de las víctimas, eso seguro. No me veo yo firmando ejemplares digitales, garabateando unos píxeles de más en la primera página del eBook.
Entrevista de Daniel Arjona para ‘El Cultural’, en El Mundo, 23 de abril del 2010.
© de la ilustración, Gusi Bejer.
25 d’abr. 2010
3 d’abr. 2010
‘Maletas perdidas’, por Ricardo Senabre
[Reseña aparecida en el suplemento ‘El Cultural’ de El mundo]
El escritor catalán Jordi Puntí (1967) tenía ganado, gracias a un par de volúmenes anteriores, un bien merecido crédito como autor de cuentos. Con Maletas perdidas se ha internado en la más compleja estructura de la novela larga, y lo ha hecho con enorme fortuna, porque ha aprovechado su capacidad para el relato breve y la anécdota y, sin renunciar a estos rasgos, los ha englobado en una unidad superior que agrupa lo diverso y le da sentido. Porque Maletas perdidas puede entenderse como una suma de narraciones complementarias orientadas en la misma dirección: reconstruir la vida del desaparecido Gabriel Delacruz, empleado durante más de veinte años de una empresa de transportes catalana para realizar mudanzas por varios países de Europa. De sus encuentros ocasionales con distintas mujeres, Gabriel ha dejado cuatro hijos en otras tantas ciudades europeas: París, Londres, Francfort y Barcelona. Todos responden al mismo nombre de pila –Cristóbal– en sus diversas modalidades idiomáticas.
Todos tienen el recuerdo de aquel padre fugaz y evasivo –que aparecía muy de tarde en tarde por casa según el azar de los viajes– transmitido por sus respectivas madres, y cuando, pasado el tiempo, deciden reunirse y conocerse, acuerdan sumar sus conocimientos, indagaciones y noticias para recomponer la figura del padre y, si es posible, dar con él. Esta reconstrucción, que tiene mucho de búsqueda detectivesca, de análisis de pistas y huellas borrosas, es la que permite sumar armónicamente versiones parciales de los hechos, testimonios de procedencia dispar, sucesos que podrían dar lugar a relatos independientes, como la historia de Rita y sus padres, la de Bundó y su amor francés, el episodio de Anna en el ferry de Dover, la historia de Petroli y otras, que enriquecen la novela y le proporcionan variedad, a la vez que permiten añadir oportunos toques acerca de la vida europea de la posguerra. Si se acepta, en virtud de un pacto narrativo implícito, el punto de partida –el hermano que busca a los demás y el empeño común que acaba por unirlos–, el desarrollo de la historia es impecable, está repleto de imaginación y saca al lector de sus casillas (que es lo mejor que puede hacer una novela) para introducirlo en un mundo donde los personajes no son muñecos, sino figuras humanas de profundo calado sentimental: el distante señor Casellas, la maternal señora Rifà, la dubitante Carolina, Petroli, Bundó, Rita, con su conmovedora creación de tía Matilde e impulsada por la búsqueda del hombre ideal, y algunos otros tipos son ejemplos de cómo seres anodinos y sin relieve pueden convertirse en individuos interesantes con vida propia. Todo esto prueba que Maletas perdidas es una excelente novela, de las que no abundan, y que Jordi Puntí no debe ser considerado, sin más, un buen autor de cuentos, sino que tiene el talento suficiente para abordar con ventaja cualquier historia larga.
No conozco la versión catalana de la novela. En esta traducción se advierten errores de concordancia (“el cataplasma”, p. 48; “las miles de horas”, p. 354; “las antípodas”, p. 424), algún uso equivocado (“palidecer” con valor transitivo, p. 20), junto a ciertos anglicismos de moda (“punto de no retorno”, p. 209); “¿sabes qué?” [por '¿sabes una cosa'?], pp. 236, 389). También convendría podar algunos catalanismos y “falsos amigos”: “aguantar” por ‘sostener, sujetar' (pp. 257, 340, 354), la forma interjectiva “¡va!” por ‘¡venga, vamos!' (pp. 207, 249) o fórmulas como “no sufras” por ‘no te preocupes' (p. 259). Nada, en suma, que no pueda corregirse con facilidad (aunque debió hacerse en su momento). Lo importante es que nos encontramos ante una novela destacable por méritos auténticos; algo que no puede diagnosticarse con justicia todas las semanas.
© Ricardo Senabre, ‘El Cultural’, El Mundo, 2 de abril del 2010.
El escritor catalán Jordi Puntí (1967) tenía ganado, gracias a un par de volúmenes anteriores, un bien merecido crédito como autor de cuentos. Con Maletas perdidas se ha internado en la más compleja estructura de la novela larga, y lo ha hecho con enorme fortuna, porque ha aprovechado su capacidad para el relato breve y la anécdota y, sin renunciar a estos rasgos, los ha englobado en una unidad superior que agrupa lo diverso y le da sentido. Porque Maletas perdidas puede entenderse como una suma de narraciones complementarias orientadas en la misma dirección: reconstruir la vida del desaparecido Gabriel Delacruz, empleado durante más de veinte años de una empresa de transportes catalana para realizar mudanzas por varios países de Europa. De sus encuentros ocasionales con distintas mujeres, Gabriel ha dejado cuatro hijos en otras tantas ciudades europeas: París, Londres, Francfort y Barcelona. Todos responden al mismo nombre de pila –Cristóbal– en sus diversas modalidades idiomáticas.
Todos tienen el recuerdo de aquel padre fugaz y evasivo –que aparecía muy de tarde en tarde por casa según el azar de los viajes– transmitido por sus respectivas madres, y cuando, pasado el tiempo, deciden reunirse y conocerse, acuerdan sumar sus conocimientos, indagaciones y noticias para recomponer la figura del padre y, si es posible, dar con él. Esta reconstrucción, que tiene mucho de búsqueda detectivesca, de análisis de pistas y huellas borrosas, es la que permite sumar armónicamente versiones parciales de los hechos, testimonios de procedencia dispar, sucesos que podrían dar lugar a relatos independientes, como la historia de Rita y sus padres, la de Bundó y su amor francés, el episodio de Anna en el ferry de Dover, la historia de Petroli y otras, que enriquecen la novela y le proporcionan variedad, a la vez que permiten añadir oportunos toques acerca de la vida europea de la posguerra. Si se acepta, en virtud de un pacto narrativo implícito, el punto de partida –el hermano que busca a los demás y el empeño común que acaba por unirlos–, el desarrollo de la historia es impecable, está repleto de imaginación y saca al lector de sus casillas (que es lo mejor que puede hacer una novela) para introducirlo en un mundo donde los personajes no son muñecos, sino figuras humanas de profundo calado sentimental: el distante señor Casellas, la maternal señora Rifà, la dubitante Carolina, Petroli, Bundó, Rita, con su conmovedora creación de tía Matilde e impulsada por la búsqueda del hombre ideal, y algunos otros tipos son ejemplos de cómo seres anodinos y sin relieve pueden convertirse en individuos interesantes con vida propia. Todo esto prueba que Maletas perdidas es una excelente novela, de las que no abundan, y que Jordi Puntí no debe ser considerado, sin más, un buen autor de cuentos, sino que tiene el talento suficiente para abordar con ventaja cualquier historia larga.
No conozco la versión catalana de la novela. En esta traducción se advierten errores de concordancia (“el cataplasma”, p. 48; “las miles de horas”, p. 354; “las antípodas”, p. 424), algún uso equivocado (“palidecer” con valor transitivo, p. 20), junto a ciertos anglicismos de moda (“punto de no retorno”, p. 209); “¿sabes qué?” [por '¿sabes una cosa'?], pp. 236, 389). También convendría podar algunos catalanismos y “falsos amigos”: “aguantar” por ‘sostener, sujetar' (pp. 257, 340, 354), la forma interjectiva “¡va!” por ‘¡venga, vamos!' (pp. 207, 249) o fórmulas como “no sufras” por ‘no te preocupes' (p. 259). Nada, en suma, que no pueda corregirse con facilidad (aunque debió hacerse en su momento). Lo importante es que nos encontramos ante una novela destacable por méritos auténticos; algo que no puede diagnosticarse con justicia todas las semanas.
© Ricardo Senabre, ‘El Cultural’, El Mundo, 2 de abril del 2010.
‘El fabuloso destino de Gabriel Delacruz’, por Julià Guillamon
[Resseña publicada en el suplemento ‘Cultura/s’ de La Vanguardia]
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es, de los autores de su edad, el que mejor lleva la vida de escritor. Ha publicado tres libros en doce años, recibidos con gran expectación. En seguida ha conectado con el público y ha encarrilado una trayectoria en castellano.Haviajadoypasado temporadas largas en el extranjero. Ha sido editor. Se ha dedicado al periodismo, sin dejarse absorber por el día a día de la profesión. Y ha pasado ocho años escribiendo la novela Maletes perdudes, un ambicioso relato sobre el azar y el destino, construido a partir de una historia muy original. Cuatro hermanos –Cristof, Cristophe, Christopher y Cristòfol– se conjuran para encontrar el rastro de su padre: Gabriel Delacruz Expósito, que desde la mitad de la década de los sesenta y en los primeros setenta trabajaba en una empresa de mudanzas internacionales. Fruto de estos viajes, los cuatro hijos, de distintas madres. Se citan en el último domicilio conocido de Gabriel y salen en su busca. ¿Qué ha sido de él (hace más de treinta años que no le ven)? ¿Por qué desapareció de pronto? ¿Cuál es la razón de su extraño comportamiento? Afirman los Cristòfols, en laparte final de la novela, que sufren el síndrome del Pacífico Sur (el opuesto del síndrome de Estocolmo): devoción a la persona que los abandonó. Gracias al amor incondicional que sienten por la figura paterna, se conocen (que no se conocían), ponen en común sus recuerdos y, en el momento decisivo, intervienen para cambiar el curso de la historia.
Puntí es un muy hábil componiendo ambientes, atando tramas, buscando expresiones que dejan clavado un gesto, una situación o un estado de ánimo. Muy pronto el lector se da cuenta de que no debe exigirle a la narración una estricta coherencia realista: nos movemos en un mundo idealizado, un mundo de imágenes que forman parte de nuestra memoria literaria o visual. Por ejemplo, cuando se relata la infancia de Gabriel en la Casa de Caritat (la madre lo abandonó en un portal, en el Mercat del Born), parece sacada de una novela de Dickens, vista en el teatro, en el cine o en un musical. Cuando el camión empieza a rodar por Europa, toma un aire fantasioso. Asistimos a una recreación de los ambientes izquierdistas de Frankfurt, de la psicodelia británicay del Mayo del 68, en episodios escritos desde la distancia, con ironía.
Son los cuentos de hadas que los de la generación de Puntí han oído una y otra vez desde pequeños. Y como tal se retratan en Maletes perdudes. El trío de protagonistas que comparten la cabina del Pegaso tienen entidad más allá de su caracterización como personajes de Pulcarcito o Tío Vivo. GabrielyBundó provienen los dos de la Casa de Caritat y son almas gemelas: desarraigados puros. Bundó busca el amor con una chica que conoce en un prostíbulo, mientras que Gabriel, seductor pasivo, se deja llevar por los vientos de la historia europea que, en la época de sus viajes, soplan libertad sexual y poco rigor anticonceptivo. El tercero, Petroli, es también entrañable: se dedica a buscar las casas de españoles en Europa, para sentirse acompañado (ninguno de los tres habla lenguas) y ligar.
La relación entre los transportistas, los vaivenes en busca de la estabilidad emocional de Bundó, mantienen el interés más allá de los enredos y bifurcaciones de la trama. En la segunda parte, Puntí abandona el tono de comediapsicoanalítica, y despliega de manera costumbrista la historia del nacimiento del cuarto y último hijo, el Cristòfol catalán. Lo hace mediante una elipsis larguísima, con un registro de esperpento, llevando hasta el límite el juego de identidades y casualidades, en una especie de literatura champán que embriaga sobre todo a su autor. Puntí se gusta. Si en la primera parte la historia está contada con un aire ingenuo a lo Amélie, en la segunda es el estilo de los hermanos Fesser más bufonescos y tragicómicos. Da la sensación que el deseo de escribir una novela contundente, una novela larga, le jugará una mala pasada. Pero en seguida se saca de la manga una serie de paseos fantasmales por Barcelona (Via Favència, Turó de la Peira) que devuelven la gravedad al relato (están muy bien, como, en la primera parte, la descripción del entorno desfibrado de la calle Nàpols donde vive el padre).
Al final la acción pasa al presente y se resuelve de un modo inesperado en la forma y previsible en el fondo: hemos asistido a una fábula sobre el sentimiento de orfandad, la extranjería, la soledad del vivir contemporáneo. Todas las cuitas de los cuatro Cristòfols (y la bondad de las madres, que se mantienen al margen: en el mundo real se sacarían los ojos) va dirigida a dar a la historia un final feliz, en el que todo el mundo acepta la manera de ser de Gabriel, se restablecen (ni que sea provisionalmente) los vínculos y se encajan las piezas del mundo antiheroico.
Uno de los motivos recurrentes del relato son los objetos perdidos. De cada uno de sus viajes, Gabriel, Bundó y Petroli sustraen un bulto, anotan su contenido y se lo reparten, en un ritual que les sirve para intentar borrar su condición de desposeídos. Rita, la madre catalana, trabaja en la oficina de equipajes extraviados del aeropuerto del Prat. Gracias a un ritual similar (junto a tres empleados de la limpieza de la terminal se reparten objetos de las maletas no reclamadas) se produce el último encuentro fértil de Gabriel. Estos objetos (a los que se añade la cabina destrozada del Pegaso que Cristof encuentra en un cementerio de camiones a las afueras de Kassel) son talismanes que concentran la vida emocional de los protagonistas, maletas sin amo.
© Julià Guillamon, La Vanguardia, 24 de febrero del 2010.
Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es, de los autores de su edad, el que mejor lleva la vida de escritor. Ha publicado tres libros en doce años, recibidos con gran expectación. En seguida ha conectado con el público y ha encarrilado una trayectoria en castellano.Haviajadoypasado temporadas largas en el extranjero. Ha sido editor. Se ha dedicado al periodismo, sin dejarse absorber por el día a día de la profesión. Y ha pasado ocho años escribiendo la novela Maletes perdudes, un ambicioso relato sobre el azar y el destino, construido a partir de una historia muy original. Cuatro hermanos –Cristof, Cristophe, Christopher y Cristòfol– se conjuran para encontrar el rastro de su padre: Gabriel Delacruz Expósito, que desde la mitad de la década de los sesenta y en los primeros setenta trabajaba en una empresa de mudanzas internacionales. Fruto de estos viajes, los cuatro hijos, de distintas madres. Se citan en el último domicilio conocido de Gabriel y salen en su busca. ¿Qué ha sido de él (hace más de treinta años que no le ven)? ¿Por qué desapareció de pronto? ¿Cuál es la razón de su extraño comportamiento? Afirman los Cristòfols, en laparte final de la novela, que sufren el síndrome del Pacífico Sur (el opuesto del síndrome de Estocolmo): devoción a la persona que los abandonó. Gracias al amor incondicional que sienten por la figura paterna, se conocen (que no se conocían), ponen en común sus recuerdos y, en el momento decisivo, intervienen para cambiar el curso de la historia.
Puntí es un muy hábil componiendo ambientes, atando tramas, buscando expresiones que dejan clavado un gesto, una situación o un estado de ánimo. Muy pronto el lector se da cuenta de que no debe exigirle a la narración una estricta coherencia realista: nos movemos en un mundo idealizado, un mundo de imágenes que forman parte de nuestra memoria literaria o visual. Por ejemplo, cuando se relata la infancia de Gabriel en la Casa de Caritat (la madre lo abandonó en un portal, en el Mercat del Born), parece sacada de una novela de Dickens, vista en el teatro, en el cine o en un musical. Cuando el camión empieza a rodar por Europa, toma un aire fantasioso. Asistimos a una recreación de los ambientes izquierdistas de Frankfurt, de la psicodelia británicay del Mayo del 68, en episodios escritos desde la distancia, con ironía.
Son los cuentos de hadas que los de la generación de Puntí han oído una y otra vez desde pequeños. Y como tal se retratan en Maletes perdudes. El trío de protagonistas que comparten la cabina del Pegaso tienen entidad más allá de su caracterización como personajes de Pulcarcito o Tío Vivo. GabrielyBundó provienen los dos de la Casa de Caritat y son almas gemelas: desarraigados puros. Bundó busca el amor con una chica que conoce en un prostíbulo, mientras que Gabriel, seductor pasivo, se deja llevar por los vientos de la historia europea que, en la época de sus viajes, soplan libertad sexual y poco rigor anticonceptivo. El tercero, Petroli, es también entrañable: se dedica a buscar las casas de españoles en Europa, para sentirse acompañado (ninguno de los tres habla lenguas) y ligar.
La relación entre los transportistas, los vaivenes en busca de la estabilidad emocional de Bundó, mantienen el interés más allá de los enredos y bifurcaciones de la trama. En la segunda parte, Puntí abandona el tono de comediapsicoanalítica, y despliega de manera costumbrista la historia del nacimiento del cuarto y último hijo, el Cristòfol catalán. Lo hace mediante una elipsis larguísima, con un registro de esperpento, llevando hasta el límite el juego de identidades y casualidades, en una especie de literatura champán que embriaga sobre todo a su autor. Puntí se gusta. Si en la primera parte la historia está contada con un aire ingenuo a lo Amélie, en la segunda es el estilo de los hermanos Fesser más bufonescos y tragicómicos. Da la sensación que el deseo de escribir una novela contundente, una novela larga, le jugará una mala pasada. Pero en seguida se saca de la manga una serie de paseos fantasmales por Barcelona (Via Favència, Turó de la Peira) que devuelven la gravedad al relato (están muy bien, como, en la primera parte, la descripción del entorno desfibrado de la calle Nàpols donde vive el padre).
Al final la acción pasa al presente y se resuelve de un modo inesperado en la forma y previsible en el fondo: hemos asistido a una fábula sobre el sentimiento de orfandad, la extranjería, la soledad del vivir contemporáneo. Todas las cuitas de los cuatro Cristòfols (y la bondad de las madres, que se mantienen al margen: en el mundo real se sacarían los ojos) va dirigida a dar a la historia un final feliz, en el que todo el mundo acepta la manera de ser de Gabriel, se restablecen (ni que sea provisionalmente) los vínculos y se encajan las piezas del mundo antiheroico.
Uno de los motivos recurrentes del relato son los objetos perdidos. De cada uno de sus viajes, Gabriel, Bundó y Petroli sustraen un bulto, anotan su contenido y se lo reparten, en un ritual que les sirve para intentar borrar su condición de desposeídos. Rita, la madre catalana, trabaja en la oficina de equipajes extraviados del aeropuerto del Prat. Gracias a un ritual similar (junto a tres empleados de la limpieza de la terminal se reparten objetos de las maletas no reclamadas) se produce el último encuentro fértil de Gabriel. Estos objetos (a los que se añade la cabina destrozada del Pegaso que Cristof encuentra en un cementerio de camiones a las afueras de Kassel) son talismanes que concentran la vida emocional de los protagonistas, maletas sin amo.
© Julià Guillamon, La Vanguardia, 24 de febrero del 2010.
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